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Espiritismo boricua o recuerdos de una calurosa tarde en Aguadilla

Cuando tendría yo unos once o doce años, mi abuela paterna, Isabel, ser extraordinario que me marcó para siempre, me llevó varias veces y para escándalo de mi madre, católica devota y ortodoxa, a las sesiones espiritistas que se celebraban en casa de alguna de las señoras - siempre eran mujeres; nunca iban hombres - que pertenecían a su grupo de fieles seguidoras de las ideas de Allan Kardec, el padre del espiritismo europeo. Mi madre quería prohibirme esas expediciones, pero la autoridad de su suegra era mayor que sus prohibiciones y estas no competían con mi interes por esas reuniones que iba en contra de las normas que debía seguir un adolescente que asistía al Colegio San Carlos, la escuela católica del pueblo. Muchos eran, pues, los elementos que me atraían a esas sesiones que, aunque se daban en varias casas, siempre las recuerdo efectuándose en la pequeña y calurosa sala-comedor de la casa de doña Guille, la esposa de don Genarito Respeto, casa que quedaba justo al frente a la de mi tía abuela en la Calle Barbosa de Aguadilla, calle de clase obrera simplemente conocida como Calle Nueva.

Dos mujeres dominaban esas sesiones: doña Nola Méndez, robusta matrona de voz pausada pero fuerte y que dirigía la sesión, y mi tía abuela, Lola, impetuosa, nerviosa y médium siempre lista para ser poseída por algún espíritu que se quería manifestar para comunicarse con alguna de las otras damas que asistían a esas sesiones que siempre se celebraban en las tardes de días de semana. Miércoles? Quizás por eso no había hombres; éstos debían estar trabajando. Era yo el más joven de todos los asistentes ya que el grupo lo componían las señoras de la edad de mi abuela, ocho o diez, y yo, varón y adolescente: las diferencias eran marcadas. Por ello las señoras celebraban mucho mi interés en asistir a las sesiones. Yo no lo sabía, pero entonces adoptaba la actitud de un respetuoso antropólogo que lo observaba todo y anotaba mentalmente hasta el último detalle: el mantel planchadísimo e inmaculadamente blanco, el recipiente de cristal lleno de agua en el centro de la mesa sobre cuya boca doña Nola ponía sus manos para invocar a los espíritus, un libro de oraciones, Oremos, que servía para hacer las invocaciones con que se abría la sesión, el manual espiritista oficial que nunca se abría pero que representaba la autoridad de Kardec (heredé de mi abuela esos libros que atesoro), el olor a colonia de las señoras de clase obrera vestidas de domingo aunque fuera día de semana, el calor y la luz de un fuerte sol de verano – tenía que ser verano porque cualquier otro miércoles en la tarde estaría en la escuela –, luz y calor que se filtraban a través de las persianas de las hermosas puertas de caoba construidas por el señor de la casa, maestro ebanista. También recuerdo el casi silente sonido de los sables del sillón donde se sentaba, un poco aislada de las demás, una señora gorda y mulata que nunca hablaba y que se alejaba de la mesa donde reinaban las mediounidades, sobre todo mi tía Lola, quien, a la menor invitación, quedaba poseída por uno de los diversos espíritus que la protegían: la madama de un falso acento francés, el viejo hacendado español que penaba en las esferas por el trato que les había dado a sus esclavos, incluso a la madama, aunque ésta era de Haití (posible contradicción en la narrativa creada por mi tía abuela), y hasta Rosendo Matienzo Cintrón y, alguna que otra vez, José Celso Barbosa, quienes, cuando hacían su presencia en esas sesiones de tardes calurosas, se manifestaban a través de mi tía y con una retórica decimonónica y positivista. Mi tía era republicana y siempre se sentía muy orgullosa cuando al final de la sesión le decían que Barbosa había hablado por su boca. Yo era todo ojos y oídos: no me perdía un detalle. Por todo ello, esas tardes de sesiones espiritistas con mi abuela Isabel y mi tía abuela Lola eran y son inolvidables.

Las recordé vívidamente cuando leí el voluminoso libro de Gerardo Alberto Hernández Aponte que acaba de aparecer, El espiritismo en Puerto Rico, 1860-1907 (San Juan, Academia Puertorriqueña de la Historia, 2015). No cabe duda de que éste es el mejor libro sobre el tema, aunque hay que establecer que la competencia es escasa o, mejor, casi nula. Teníamos ya el libro de Néstor A. Rodríguez Escudero, Historia del espiritismo en Puerto Rico (1991), pero, como muy bien apunta el mismo Hernández Aponte, éste es un testimonio de un creyente más que un texto que intenta asumir la objetividad histórica. A pesar de ello, el libro de Rodríguez Escudero es de valor, como también apunta Hernández Aponte.

Por qué escribir un voluminoso texto sobre este tema que hoy podría parecer superficial y hasta descartable? Ni superficial ni descartable es porque para entender verdaderamente el siglo XIX, el puertorriqueño y el latinoamericano, hay que tener en cuenta el espiritismo y el impacto que este movimiento religioso tuvo en nuestro mundo. El espiritismo encuadraba perfectamente bien en el contexto racionalistas del positivismo decimonónico, movimiento filosófico y tendencia religiosa que sobreviven en nuestros días y sin las cuales es imposible entender plenamente la cultura y la historia de América Latina. La fe en la ciencia y la razón que postulaba el positivismo (el orden y el progreso de la bandera brasileña) no negaba totalmente la necesidad de una manifestación espiritual, pero una que fuera cónsona – para usar una palabra que Hernández Aponte emplea en demasía – con esa veneración de la razón. Si el positivista no se desentendía por completo de la religión, como hacía Hostos quien creía en 'la moral social' y no en un dogma espiritual, tenía que buscar una expresión religiosa que pareciera tener rasgos que no negaran la fe en la ciencia y el progreso. El espiritismo trató de conjugar esas dos tendencias: racionalismo y fe. Sólo hay que ver los nombres de algunos de los centros donde se agrupaban – 'Amor al Progreso', 'Fe Razonada', 'Obreros de la Luz' – para darse cuenta de esa necesidad de incorporar en el contexto de la fe en la razón y de la razón en lo espiritual y de su aceptación de la visión de la historia como progreso.

Gerardo Alberto Hernández Aponte ofrece una detallada y efectiva explicación de los principios del espiritismo y cómo los mismos se tratan de incorporar a la veneración de la razón y la ciencia que proponía el positivismo. El autor también estudia en detalle cómo la iglesia católica y el estado colonial español crearon entre nosotros una imagen negativa del espiritismo, imagen que lo asociaba con brujería y satanismo, imagen que negaba la racionalidad que el movimiento promulgaba. Ésta es una de las mejores partes de su voluminoso libro.

Aceptamos, pues, que el tema es válido y digno de explorarse; más que válido y digno, es necesario. La siguiente pregunta que se impone, pues, es cómo el autor trata y desarrolla el tema. No cabe la menor duda de que Hernández Aponte se enfrenta al mismo de manera objetiva, digna, respetuosa. En general, el autor demuestra ser un historiador objetivo y, sobre todo, uno dedicado meticulosamente a la investigación.

Hernández Aponte comienza por presentar los principios ideológicos del espiritismo, pasa a ver el movimiento en un amplio contexto histórico europeo y estadounidense (espiritualismo frente a espiritismo), examina su aparición en Puerto Rico, explora los conflictos que dicha aparición implicó en nuestra historia e intenta colocar la historia de nuestro espiritismo en el contexto del latinoamericano. Ese último objetivo no lo puede cumplir plenamente ya que la historia del espiritismo en otros países hermanos no ha sido estudiada en detalle. Argentina, Brasil y México son los países latinoamericanos donde mejor se ha estudiado este movimiento religioso que afectó a toda América Latina. Pero, en general, es laudatorio el esfuerzo que hace Hernández Aponte por investigar hasta el más mínimo detalle la historia del espiritismo boricua.

Y ahí está el detalle, como diría Cantinflas. El detalle está en la excesiva acumulación de detalles que hacen la lectura del libro pesada para el lector promedio. Me explico. El espiritismo en Puerto Rico, 1860-1907 fue originalmente una tesis doctoral. En un ejercicio de grado, como éste, el autor o la autora tiene que probarles a quienes le van a otorgar el título que él o ella conoce el tema al dedillo y que no ha dejado piedra que no ha movido en busca de evidencia para probar su tesis. Hernández Aponte se merece y se ha ganado el título de doctor en historia y este volumen así lo prueba rotundamente, pues el autor ha visto cuanto archivo, periódico, revista, libro y documento que ha tenido a su disposición para construir un argumento que pruebe su tesis central: la importancia del espiritismo en el siglo XIX puertorriqueño.

Pero el problema está en que una tesis doctoral no es, por necesidad, un buen libro. Aclaro: disfruté la lectura de las 594 páginas de este volumen. Pero probablemente yo no sea en este caso el lector promedio ya que me atrae el tema sobremanera y, sobre todo, ya que, como profesor, estoy acostumbrado a leer tesis doctorales. Pero el lector promedio se aburrirá con este tocho, con este mamotreto repleto de datos y citas y referencias excesivas y que desvían la atención del lector o la lectora promedio. (Por ejemplo, a veces las notas al pie de página ocupan casi más espacio en ella que el texto mismo.) No me cabe duda de que antes de convertir su tesis doctoral en libro, Hernández Aponte debió transformar el voluminoso y erudito tomo en un texto más manejable. (Hasta tenerlo en las manos es incómodo por su volumen y peso.) Es que, aunque parezca absurdo decirlo, hay una magna diferencia entre una tesis doctoral donde hay que probar cada punto y un libro de historia, donde hay que pensar en el lector o la lectora a quienes hay que mantener entretenidos(as) y atentos(as). Recalco: disfruté cada página del libro, pero no soy el lector promedio en este caso.

Este es un problema muy común en nuestra historiografía. Podría dar muchos otros ejemplos de libros que en su origen fueron tesis doctorales y que no se modificaron para su publicación. También pienso en el magnífico ejemplo que tenemos todos los investigadores puertorriqueños en la obra de Fernando Picó, uno de nuestros mejores historiadores. Véanse su libros: son breves, concisos, didácticos, entretenidos. Picó sabe escoger las pruebas necesarias para establecer su punto de vista, su tesis, sin apabullarnos con datos excesivos, con repeticiones, con pruebas innecesarias. Picó no cae en el mal que tan bien define la palabra inglesa overkill; Picó no remata, en el mal sentido del término, sino que busca los mejores ejemplos y la evidencia necesaria para probar su punto de vista. Uno lee un libro suyo y sabe con precisión qué es lo que el autor quiere probar y se ve claramente que puede probar su punto. La lectura de un libro de Picó es siempre placentera. Su estilo es claro, preciso y nunca apabulla. Mucho tiene que aprender de Picó, Hernández Aponte, como muchos otros historiadores puertorriqueños, jóvenes y no tanto. La lección principal que tienen que aprender es que hay una diferencia entre una tesis doctoral y un libro de historia. No hay que precipitarse a publicar la tesis aprobada; hay que modificarla, hacerla legible, en fin, hay que darle forma de libro. Eso, por desgracia, no pasa en este caso.

A pesar de mis críticas a El espiritismo en Puerto Rico, 1860-1907 no dejo de recomendárselo a cualquier lector interesado en el tema de las religiones en nuestra cultura. El lector o la lectora tendrá que estar motivado antes de enfrentarse a las 594 páginas de este volumen, 594 páginas que pudieron transformarse a 287, justo la mitad, para convertirse en un libro legible, manejable y ameno. A pesar de ello declaro que disfruté cada una de esas páginas, a veces excesivas, porque en ellas hallé datos de interés –el aguadillano y poeta modernista menor José de Jesús Esteves fue secretario de un centro espiritista de nuestro pueblo; fue espiritista como muchos otros escritores e intelectuales del momento– y, sobre todo, pude confirmar en estas densas páginas que mi abuela Isabel y sus amigas, aún a principio de la década de 1960, mantenían vivas las ideas de Allan Kardec y su espiritismo original. Aunque Hernández Aponte asegura que para 1907 el espiritismo perdió fuerza ante otras corrientes esotéricas, el centro espiritista al que me llevaba mi abuela Isabel aún mantenía vivas e impolutas las ideas kardecianas del espiritismo que tantos puntos de contacto tenían con el positivismo. La lectura del libro de Hernández Aponte y mis recuerdos de esas calurosas tardes en casa de doña Guille, con mi abuela, mi tía abuela Lola y doña Nola Méndez me hacen ver cuán importante fue y es el espiritismo para entender verdadera y profundamente nuestro siglo XIX.

La lectura del libro de Hernández Aponte me hace recordar también que una de esas calurosas tardes, al terminar la sesión, doña Nola llamó aparte a mi abuela Isabel y le dijo que ella estaba segura de que yo tenía facultades espíritas. Lo recuerdo claramente y claramente creo también que doña Nola estaba equivocada, aunque su propuesta era un elogio y una manera de explicar mi interés por su fe y hasta explicarme a mí mismo, ese adolescente rarito que prefería estar reunido con señoras mayores y no con otros chicos de su edad. Pero lo que doña Nola no sabía era que a esas sesiones no asistía un posible médium sino un pichón de antropólogo, aunque no sabía lo que era eso y no llegara nunca a serlo. A pesar de ello y motivado por la lectura de este libro quiero rendirles homenaje a mi abuela y a esas señoras que, sin saberlo, me ayudaron, muchos años después, a entender a Comte, a Saint-Simon, a Tristán, a Hostos, a Capetillo, a Sandino, y a Madero, entre muchos otros y otras. Es que el espiritismo está íntimamente conectado con las ideas de esos pensadores, aunque no todos practicaran esa fe.

Me apena haberla defraudado, doña Nola, pero de todas formas le agradezco su generosidad al incluir a ese adolescente rarito que se buscaba a sí mismo en múltiples contextos, particularmente en el grupo de señoras que buscaban una fe que los curas no les daba y no les podían dar y que mantenían vivas en pleno siglo XX ideas que formaron nuestro siglo XIX.

*Tomado de 80 Grados.