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Emergencia

Maldito el hombre que hiciere escultura o imagen de fundición, abominación a Jehová, obra de mano de artífice, y la pusiere en oculto. Y todo el pueblo responderá y dirá: Amen. -Deuteronomio 27:15

Noviembre de 2015: En el Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico, estudio la colección de obras de Jose Alicea. Solicito ver cuatro grabados. Me presentan dos cartapacios de gran tamaño que incluyen otras piezas que no he pedido ver. Aprovecho la oportunidad para examinar obras que no conozco. Maravillas.

Si hay una palabra que describe el trabajo de Alicea es 'experimentación'. Por ejemplo, sus grabados que son a la misma vez escultura. Grabado-escultura, el concepto echa chispas. Papel hecho a mano, coloreado antes de convertirse en soporte de la obra, papel que es una obra en sí misma. Experimentaciones que apuntan a un sinfín de posibilidades que no han sido exploradas lo suficiente en la plástica puertorriqueña. Técnicas desarrolladas con el fin de dar cuenta de nosotros mismos, para complicar nuestra propia imagen.

Hoja por hoja, voy llenándome los ojos de esos grabados de factura perfecta, donde no se observa el más mínimo asomo de accidentes o indecisiones: atrevimiento y arrojo es la divisa. De paso, reparo en la prístina condición de las obras. Tanto las impresiones como sus soportes parecen nuevas, a pesar de que las fechas en que fueron realizadas indican que medio siglo ha pasado desde su aparición. Lamento que las oportunidades de examinar el trabajo de Alicea hayan sido esporádicas a través de varias décadas. Intuimos la coherencia interna de esa obra, pero resulta difícil tener una visión totalizadora de la misma. Escuchar que se prepara una retrospectiva de ese trabajo para el 2017 resulta alentador.

Ante tantos prodigios, me asalta una circunstancia: nuestros tesoros están todos en esas mismas condiciones. Guardados. Escondidos. Engavetados. Salvo por su galería de exposiciones temporeras, el MHAA lleva doce años cerrado. La Galería Nacional del Instituto de Cultura Puertorriqueña, dos años cerrada. La colección permanente del Museo de Arte Contemporáneo, llena de joyas, encerrada. La colección del Ateneo, invisible. Ni hablar de la de National Park Service, custodio de una de las colecciones más extraordinarias del Caribe, con piezas que hace dos siglos! no se exhiben. Algo similar ocurre con el Archivo General y Biblioteca Nacional.

El estado de esas colecciones es, en su mayoría, excelente. Por lo que la pregunta se hace necesaria: de qué vale mantener esas colecciones, si no tenemos acceso a ellas? Se argumenta que esas instituciones protegen el acervo cultural para generaciones futuras, pero, cuándo será ese 'futuro'? A cuenta de qué tenemos que sacrificar el que hoy, nosotros, o nuestros hijos y nietos, carezcan del acceso a esas colecciones bajo la premisa—tan debatible—de que nuestros tataranietos sí lo tendrán?

Hace más de una década, una amiga británica me preguntó por la 'Biblioteca Pública de San Juan'. Le dije que no teníamos. Me miró como si le hubiera contestado que comemos teriyaki de ratas. Como se mira a los salvajes. Pues sí, salvajes somos cuando San Juan carece de una biblioteca pública; salvajes somos cuando por más de dos años mantenemos cerrada la Galería Nacional. Salvajes. Bárbaros. Bestias.

Consideremos la—impensable—posibilidad de que museos tales como el Prado, el Louvre o el MoMA cerraran por doce años, o por dos días. No habría un justo reclamo internacional, una condena unánime? Es que nos negamos a vivir sin Las meninas, Los fusilamientos del tres de mayo, la Victoria de la Samotracia, la Gioconda, la Noche estrellada y sí, las 32 latas de sopas Campbell's, como igualmente nos negamos a vivir sin La Odisea, El Quijote, La querencia. La humanidad reconoce que impedir el acceso al patrimonio cultural es un crimen contra sí misma, un acto que nos degrada a todos como seres humanos. Sin embargo, esa atrocidad es la que se nos exige que aceptemos cuando se mantiene la Galería Nacional cerrada por más de dos años. Se nos obliga a carecer de El gobernador Ustariz, El niño Juan Pantaleón Avilés, los Paisajes franceses, Piñas, Escena de la guerra hispanoamericana, El pan nuestro, Jíbaro negro, Delirio febril urbanístico, Paisaje, Desnudo, Fuego en La Perla, Larva, Goyita, Niebla, Mis amores, Mangle de las salinas, Pasillo en San Sebastián. (Así, sin sus autores.) Como si se nos prohibiera escuchar la Novena Sinfonía, ver la Orestíada, o danzar La consagración de la primavera: un crimen de lesa humanidad.

En los años setenta, la colección del ICP podía ser apreciada en el Museo de Bellas Artes, al lado izquierdo del Museo Casa del Libro y la Capilla del Cristo. Este edificio carecía de aire acondicionado. Por las puertas y ventanas abiertas a la bahía de San Juan entraban cantidades de polvo y salitre que campechanamente se depositaban sobre los Campeches, Olleres y Navias. Días felices aquellos. Por ese grato recuerdo, y consciente de que incurro en la cólera de la Santa Inquisición de Conservadores y Restauradores de Arte, proclamo que es mejor ver a Campeche cubierto de salitre que tener a Campeche nítido pero envuelto en una tumba 'state of the art'. Que observar la xilografía El Maestro de Lorenzo Homar manchada de hongo es mil veces preferible a no verla. (Si, como dice John Cage, la falta de brazos no daña a la Venus de Milo, qué puede hacer un hongo contra Homar?) Tenemos la certeza de que respiraremos mejor si accedemos al Stonehenge para Millet de Antonio Navia, invisible desde 1985.

De qué vale que el ICP, el MHAA, el Ateneo, el National Park Service y tantas otras instituciones mantengan extraordinarias colecciones de arte, si no las vemos? No se trata, como podría pensar algún despreciable sátrapa, de que nos deshagamos de esas colecciones, venderlas para pagar la deuda colonial. De lo que se trata es de tomar conciencia de que mantener escondido el acervo cultural de una colectividad es una acción intolerable, inexcusable. Un verdadero estado de emergencia.

No es que carezcamos de organismos que podrían atender tal situación. Por ejemplo, el Museo de Arte de Puerto Rico. El MAPR fue conceptualizado como una institución dedicada a desarrollar una visión histórica y crítica del arte puertorriqueño. Sin embargo, niega sus funciones originales al comportarse como sala de arte contemporáneo, con exhibiciones mayormente monográficas. El MAPR goza de uno de los mejores presupuestos de todos los museos públicos del país. Está en una posición idónea para apoyar a otras instituciones que carecen de sus privilegios. Ante el cierre prolongado de la Galería Nacional y el MHAA, por qué no asumir el compromiso de mantener esas colecciones ante el ojo público por medio de préstamos para exhibiciones temporeras? En su sala central podrían presentarse pequeñas retrospectivas de Campeche, Manuel Jordán, Luisina Ordóñez, por ejemplo. Durante la Trienal Poligráfica, no es el momento preciso para ofrecer una muestra de esos clásicos del grabado puertorriqueño, que rara vez vemos? En la actualidad exhiben, completamente sola en la sala central, una pintura de Francisco Rodón de reciente adquisición, ese mismo Rodón del cual Marta Traba escribió, 'es la obra que más puede ilustrar la situación actual de la pintura puertorriqueña' (180). No es esta la ocasión ideal para tomar prestadas varias obras de Rodón y colocarlas junto a la nueva adquisición, para así contextualizarla y familiarizar al público con la obra del pintor?

De mi niñez recuerdo una salida dominical en la que mi padre nos llevó de paseo al Fuerte San Gerónimo, donde el ICP mantenía una exhibición de arte militar que era muy popular entre el público. Además de las armas, armaduras, uniformes y mapas, la colección de modelos a escala de navíos españoles era motivo de admiración para muchas familias. Este museo cerró hace ya varias décadas y la colección ha quedado guardada. Con lo mucho que en Puerto Rico gustan los piratas y las historias de guerra, bien manejada, esta sería una de esas exhibiciones que indudablemente el público respaldaría masivamente. Brindaría una oportunidad para dialogar sobre la historia militar del país, que cuenta con dedicados historiadores y estudiosos del tema. Hoy, que tanto se nos machaca que las instituciones culturales del país están sin dinero y que la cultura no genera ninguno, el MAPR podría albergar una popular exposición de esta colección, unida a la que conserva el National Park Service. Pero, en vez, qué hace el MAPR? Dedica sus recursos a ofrecer una muestra del veneciano Marco Polo, tan ajena al propósito para el cual fue fundado ese museo. Con ello, muestra su falta de compromiso con la cultura puertorriqueña, su carencia de imaginación ante la riqueza artística de la nación.

Preciso es aclarar que el problema en esas instituciones no puede reducirse a un asunto de individuos particulares. Las estructuras mismas del país son disfuncionales. Nuestros organismos culturales públicos se someten a unos procedimientos burocráticos que harían temblar a Kafka. Unas asfixiantes carencias presupuestarias completan el cuadro siniestro. El resultado de esta mezcla sólo puede ser adverso. A falta de resistencia, consentimos un sistema hostil a nuestras necesidades. No exigimos de las instituciones el mismo compromiso que los artistas mantienen con su colectividad. Guardamos silencio ante el cierre de la Galería Nacional, mientras públicamente lamentamos el cierre de bares: la crisis no es meramente económica. Es que se nos olvidó qué nos hace gente.

En la actual Trienal Poligráfica, Karlo Andrei Ibarra presenta una pieza de denuncia política en la que ha grabado textos sobre plátanos. Para quienes seguimos el desarrollo de las artes nacionales, no podemos menos que reparar en la excepcional persistencia de ese gesto. El texto escrito ha sido una de las constantes del arte puertorriqueño, y textos encontramos en decenas de nuestros maestros, comenzando con el mismo Campeche, pasando por Oller (el retrato de Román Baldorioty de Castro), y su plenitud en los trabajos de Homar, Rafael Tufiño, Irene Delano, Antonio Martorell, José Alicea, José Rosa, Consuelo Gotay, Nora Rodríguez Vallés, Elsa María Meléndez, por mencionar algunos. La acción de Ibarra de utilizar el 'pan nuestro' para denunciar unas situaciones políticas se hermana a la de Alicea, quien en estos días trabaja una serie de grabados sobre el Canto de la locura, en celebración de la palabra de nuestro patriota encarcelado; a su vez, su gesto se hermana al de Campeche, al celebrar la victoria de los puertorriqueños sobre los ingleses, en 1797. En el arte puertorriqueño no se reinventa la rueda, sino que se le da continuidad al esfuerzo de los antepasados.

En 1972, una pintura de Campeche provocó en Traba estas palabras: 'Nunca la belleza del desvalimiento pudo encontrar un intérprete más elusivo y conmovedor, cuya pintura rodea lo que toca, dice sin ruido y al fin levanta el tema por sobre toda desventura' (155). Ese Niño Avilés, que tanto deslumbró a Santa Marta, no lo vemos hace más de dos años. La plástica nacional ha proporcionado trabajos que son ejemplares en toda América. No debe, empero, sorprendernos que esto se nos olvide, pues esos trabajos hoy son invisibles. Así, pensamos que aquí no ha pasado nada, que no hay continuidad, y que la producción de los artistas más jóvenes es 'inédita'. Al ignorar nuestro acervo, olvidamos por qué un maestro merece ese título, y hasta se asoma el imprudente que señala que sus trabajos 'ya están vistos'. (Dónde? Quién se atrevería a decir que no va a releer El mar y tú porque con una sola vez 'basta'? Cuántas veces son 'suficientes' para ver el Niño Avilés?) Descartar lo viejo para ofuscarse con lo nuevo es tratar al arte como botellas de cerveza, latas de sopa. Por el contrario, familiarizarnos con el acervo permite enfocar la producción contemporánea, sobre todo dentro de nuestra condición colonial, a la cual le es ventajoso que los colonizados no tengamos ningún sentido de nuestros logros y nuestra proyección en la historia.

El arte puertorriqueño existe. Nuestros museos y colecciones tienen que dejarse ver y hacerse sentir. Ya no hay excusa para tanta falta. En esta emergencia, qué hacer, es nuestra ineludible interrogante.

Obra citada:

Traba, Marta. 2005. Mirar en América. Ana Pizarro, ed. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

*Autor de Con urgencia: escritos sobre arte puertorriqueño contemporáneo (EDUPR, 2009). Tomado de 80 Grados.