Candidaturas de regeneración o modelos personalistas antiguos?
Durante este pasado año se ha discutido un tema en la opinión pública que, aunque no es novel en política, sí es extraordinario ante nuestro esquema electoral bipartita: las candidaturas independientes o no afiliadas a ninguna estructura de partido político ni antiguo ni emergente. Esto, en un Puerto Rico cuya normativa electoral preserva la gestión política en un esquema históricamente bipartita, fenómeno nada exclusivo en nuestro mapamundi político, podría parecer una labor titánica, un intento de regeneración de nuestras dinámicas políticas o, en el peor de los casos, un mismo esquema personalista de construcción de un/a candidato/a bajo un mesianismo político carente de sujeto colectivo previo. Sin duda las más recientes intenciones de individuos en aspirar a cargos como la gobernación, por primera vez y sin colectivos de los que emerjan como dirigentes, ha resultado mediáticamente rentable y ha desvelado oportunamente muchas de nuestras concepciones y categorías políticas elementales y decisivas para entender lo público, lo colectivo, lo político. Valdría la pena reflexionar sobre estos dos tópicos que surgen de este fenómeno. En primer lugar, la novedad o antigüedad de este tipo de acción política; y en segundo lugar, las categorías políticas con las que los evaluamos particularmente en la esfera pública.
El sistema electoral liberal se cimienta, en parte, en un engaño práctico y material que llega a nuestros días como una posibilidad abierta para que cualquier persona ciudadana en un Estado democrático pueda aspirar a cualquier cargo público. Lo que ontológicamente podría parecernos plausible, fácticamente nos es desvelado como altamente improbable, por no decir prácticamente imposible. Los sectores dominantes de nuestros Estados, incluyendo a Puerto Rico con sus evidentes déficits democráticos formales, se han caracterizado por crear las condiciones propicias para la perpetuación de privilegios institucionales y patrimoniales mediante un marco político que desde hace tantos años podemos categorizar como de democracia de élites. Mediante un esquema electoral que limite drásticamente el surgimiento de sectores políticos como sujetos colectivos emergentes con presencia política institucional, los sectores dominantes se aseguran de blindar un tablero de juego en el que permiten, desarrollan y promueven una dinámica normalizada entre dos partidos políticos cuyos intereses tienden a coincidir –o al menos ser compatibles- con los intereses propios de aquellos. Es decir, fijan prospectivamente las normas del juego con el propósito de que, pese a la confianza de un sector importante de la población en que puede existir algo realmente novedoso, en realidad ningún agente político se salte las normas del tablero político y, por ende, afecte los intereses particulares de los agentes privados -pero dominantes- que permanecen tras bambalinas.
Es un claro esquema de dominación institucional cuyos actores dominantes, en gran parte, aparecen alejados de la opinión pública y claramente de los ejercicios democráticos de comicios electorales. Es un modelo que, aunque no impide que en la sociedad surjan agentes políticos –tanto individuales como colectivos- propios de un periodo histórico en particular, sí somete a escarnio a quienes osen conquistar poderes institucionales como sujetos políticos relevantes. Ello, en parte, explica por qué hay ciertos actores políticos cuyos discursos tienden a no coincidir originalmente con los discursos oficiales de determinado partido político hegemónico, pero aún así los y las vemos en las listas electorales como candidatos que suscriben las principales líneas de políticas públicas propuestas por el partido al cual se afiliaron. Inconsistencias políticas que pueden reflejar un peligroso deseo de no desprenderse de las comodidades institucionales que representan partidos políticos realmente en crisis –en clave gramsciana- y por tanto asumir la cómoda decisión de renovar el partido desde sus propias normas de juego. Como hemos visto, el fracaso de estas pretensiones de regeneración institucional ha sido tanto recurrente como permanente. Por ende, la sinceridad y consistencia política de este tipo de candidato, ante tantos fracasos institucionales por regenerar algo dentro de las normas de juego de un partido hegemónico, resultan altamente cuestionables.
Por el contrario, recientemente hemos visto cómo al menos dos candidaturas independientes a la gobernación han tenido una repercusión mediática realmente notable. Son personas provenientes del sector privado con recursos patrimoniales suficientes como para emprender una gesta que, ante nuestro deficitario y contraproducente esquema electoral actual, puede parecer realmente épica. Pero cuán novel es una candidatura como esta? Qué tipo de modelo es el propuesto? Mediante qué tipo de sujeto político pretenden regenerar la política en Puerto Rico? Esta no es una evaluación sobre los méritos y la sustancia misma de las propuestas de gestión pública esbozadas por estos candidatos, sino una reflexión sobre el modelo de sujeto político que representan funcionalmente en nuestro ámbito público.
En primer lugar, es de recordar que Puerto Rico no ha sido la excepción cuando de caudillismos latinoamericanos se trata, por más que intentemos alejarnos de cualquier experiencia latinoamericana, la conozcamos o no. El modelo de líder óptimo y único que notablemente caracterizó García Márquez en El otoño del patriarca, un clásico que trasciende la realidad política colombiana, lo hemos percibido diferenciadamente en Puerto Rico en figuras paradigmáticas como la de Luis Muñoz Marín, cuya mención todavía causa reverencias y hasta santiguamientos. La figura del líder máximo y omnipresente que dirige al 'pueblo' según sus convicciones, ideologías y virtudes, por más paternalista que parezca, se ha normalizado peligrosamente en un Puerto Rico cuya acción política colectiva se mantiene estratégicamente neutralizada en lo referente a tópicos neurálgicos de nuestra realidad política. El modelo de líder proveniente desde los sectores élites del país, desde las universidades más rentables en el mercado, desde los abolengos más prestigiosos en nuestra sociedad, es decir, desde los estratos de poder institucionalmente más privilegiados de un Puerto Rico abatido por la grave e impune desigualdad socio-económica y polarización de sectores sociales, suele parecernos hoy algo no solo normal en nuestra esfera pública, sino todavía algo hasta necesario.
El modelo de dirigente mesiánico; esa persona –históricamente hombre, blanco y socio-económicamente privilegiado- que en democracia dirige un rebaño ciudadano concediéndole la oportunidad de recibir las políticas públicas que necesita para su subsistencia y para el modelo de país que desde el sector dominante se ha diseñado y se ha impuesto, con su eficaz neutralización de la oposición tanto mediante la coerción estatal como la violencia normativa, es un esquema que le ha sido tremendamente útil al modelo hegemónico de democracia de élites. El peligroso paternalismo que crea –algo que evidentemente no es exclusivo de Puerto Rico, todo lo contrario- anquilosa la democracia y la convierte o en una ficción a conveniencia o en un autoritarismo tibio. El querer imponer a amplios sectores de la sociedad, que históricamente han sido los más abatidos socio-económicamente, políticas públicas que se desprendan no ya de un líder único, que es su fachada más inmediata, sino de una élite política característica del sector dominante en una sociedad atestada de injusticias sociales, es renunciar a la autonomía misma de un colectivo; es claudicar a la responsabilidad política de autogobernarnos como agentes políticos, como ciudadanos y ciudadanas en un sistema republicano de gobierno.
Las candidaturas de Alexandra Lúgaro y Manuel Cidre, inconciente o concientemente, reproducen este mismo esquema de líder mesiánico partiendo desde los estratos socio-económicos más privilegiados. No son líderes que emerjan de movimientos colectivos y políticos. No son líderes que surjan como voces vocales de procesos democráticos participativos y deliberativos como colectivos. Tampoco son líderes orgánicos que reflejen y canalicen las precariedades socio-económicas de los sectores poblacionales en mayor desventaja. Aparentan ser, por el contrario, independiente de las intenciones genuinas y positivas mostradas, típicos modelos de agentes políticos con el propósito de administrar –hasta ahora partiendo desde un protagonismo personalista bastante exclusivo- la res publica, el Estado, como un negocio más dentro de un gran mercado globalizado. Pero no es el propósito de este escrito escudriñar los méritos de las propuestas realizadas hasta ahora para ser el máximo líder de un país. Lo realmente importante es reflexionar sobre si deseamos perpetuar modelos de líderes cuyo lema usualmente se sintetiza en 'déjamelo a mí' (supongo que la administración del Estado), donde las determinaciones sigan proviniendo desde los sectores dominantes que han demostrado ser ineficaces e inefectivos, como mínimo, para crear una sociedad más equitativa y justa, o si pretendemos la construcción de un Estado en el que los sectores sociales –especialmente los que histórica y sistemáticamente han sido marginados de los órganos de poder institucional- tomen una presencia protagónica en la construcción equitativa y legítima de un demos. Dicho de otro modo, debemos preguntarnos si las decisiones políticas de un Estado democrático deben provenir exclusivamente de personas categorizadas como individuos expertos en la administración de la gestión pública, es decir, de arriba hacia abajo, o si, por el contrario, debemos apostar por un modelo democrático que escinda ese modelo en crisis de democracia de élites, y lo trascienda para una más saludable, efectiva y justa autonomía colectiva.
Realmente estas candidaturas independientes pretenden regenerar la política puertorriqueña? Parecería que no. Pero peor aún, es que son continuaciones de un modelo político que se concibe como un pastoreo paternalista de masas que no considera a los miembros del colectivo, al demos, como iguales, sino como súbditos (ya no en sentido monárquico) dirigidos por quienes tienen la capacidad y la experiencia para ser dirigentes, aunque públicamente no se exprese de esa forma. El esquema es el mismo al que ya hemos estado acostumbrados, pero con la diferencia de que estos aspirantes a líderes del país no surgen automáticamente o protocolariamente de un partido hegemónico en nuestra realidad política.
Como ya se ha apuntado sugestivamente, el modelo del líder mesiánico –llevado al extremo en el caso del exgobernador Pedro Rosselló en unas elecciones que más parecían un culto hagiográfico que una contienda electoral democrática- entraña unos peligros que empobrecen drásticamente nuestro sistema democrático de administración colectiva. Un modelo que pretenda no incentivar al máximo la participación activa de la ciudadanía en la administración pública, especialmente en los tópicos neurálgicos como lo son la salud, la economía, la educación, la justicia, por ejemplo, seguirá siendo protagonizado por dirigentes de un sector dominante socio-económicamente cuyos intereses son, como hemos evidenciado tantas veces, diametralmente diferentes a los intereses básicos de quienes padecen los embates del sistema económico del cual los primeros también son agentes protagónicos. Una apuesta por el político profesional, por el líder 'ideal', por el agente político utópico, no es más que claudicar a una democracia realmente efectiva que posibilite la autonomía colectiva. Podrá ser el filósofo más preparado y más experto el que se proponga para dirigir a una ciudadanía que pretende ser libre, en clave platónica, y aún así se abonaría a una democracia incompleta, deficitaria y, como ya ha demostrado en tantas ocasiones, caduca, en crisis.
Siendo así, en qué se diferencian políticamente estas candidaturas independientes a las candidaturas propias de nuestros partidos hegemónicos, dirigidas por un proceso apabullante de publicidad mediática y por la típica comunicación estratégica de quien quiere seguir en el poder por la vía más sencilla? La regeneración democrática es cuestión de individuos o en realidad solo puede surgir a partir de la construcción de un 'nosotros' como colectivo? Es deseable y legítimo un esquema político en el que la ciudadanía tenga un papel secundario o terciario en la toma de decisiones sobre los aspectos más importantes de nuestra vida política?
Al parecer este modelo mesiánico no solo caducó como alternativa a la crisis democrática en la que vivimos, cada vez con un grado mayor de desafección a nuestras instituciones políticas y un mayor cuestionamiento sobre sus legitimaciones, sino que confiar en el mismo y seguir sus reglas del juego impide esa creación de un 'nosotros' que actúe políticamente. Las típicas frases de 'necesitamos un líder de verdad', o 'esto no pasaría si hubiese estado el anterior líder', o 'qué persona podrá arreglar esto', no son más que pruebas fehacientes de nuestra asunción a un modelo de democracia representativa donde el colectivo realmente solo importa para ejercer el derecho al voto en los comicios electorales. En una sociedad donde el mercado económico ha impregnado cada espacio tanto público como privado de gran parte de la sociedad, impidiendo cada vez más el trabajo y la reflexión colectiva (la acción colectiva), sino el individualismo rapaz del que se alimenta en excesos ese mercado, el concebir a los agentes políticos como individuos abstraídos de colectivos políticos es una apuesta por abandonar la construcción de ese demos, por claudicar ante los expertos de nuestra gestión pública, que al fin y al cabo es la gestión de nuestras vidas mismas.
Una democracia que respete mínimamente la autonomía individual de la persona debería tomar en cuenta modelos de autonomía colectiva donde los sujetos participen y actúen políticamente como ciudadanos y ciudadanas. Apostar por líderes expertos o mesiánicos es, en gran medida, renunciar a esa aspiración; desconsiderar y devaluar la autonomía personal y, por ende, hacer menos libres a los y las ciudadanas. Ello muestra no solo lo pervertida que la acción política se ha tornado en Puerto Rico, sino lo eficaces que han sido los dispositivos de dominación que los sectores dominantes del país han insertado en nuestras dinámicas políticas. Seguimos asumiendo sus reglas del juego porque en realidad no tenemos perspectiva de algo diferente que pueda ser más justo y equitativo. Seguimos limitando nuestra libertad individual al delegar la responsabilidades políticas a quienes no nos reconocen mínimamente esa autonomía personal. En parte esta es la aplicación y asunción del pensamiento neoliberal de 'no hay alternativa' tanto en el plano económico como en el político. Ello, sin embargo, nos coloca en una posición donde no hace falta ser un régimen autoritario para que nos administren los aspectos colectivos más importantes de espaldas a nuestros intereses más básicos de subsistencia. Así sucede todos los días con la economía, con nuestro vergonzoso sistema de sanidad, con nuestro paupérrimo sistema de transporte público, con nuestro disfuncional sistema de educación público, etc. Somos cada vez, en fin, menos autónomos y, por ende, menos libres.
Una verdadera regeneración democrática hacia un autogobierno colectivo solo es posible mediante la creación de condiciones que posibiliten –lo que no es lo mismo que solicitar autorización a determinada institución social para ello- la construcción de ese colectivo como agente político, de ese sujeto que protagonice la autonomía política como grupo eminentemente ciudadano. Es decir, de asumirnos (y construirnos) como sujeto colectivo en la esfera pública. Para eso no solo basta con renunciar a modelos de líderes en el vacío –que no surjan de movimientos o sectores políticos-, sino que ello tiene que venir acompañado del deseo de cambiar las reglas del juego comenzado quizá por el lenguaje mismo. Nuestro lenguaje político, y por tanto las categorías políticas mediante las cuales interpretamos los fenómenos sociales, está repleto de una dinámica democrática de delegación absoluta de poderes a quienes presuntamente representan los intereses de un colectivo. Parecería que en este aspecto hemos retornado a una concepción hobbesiana en la que por temor –los temores que institucionalmente son infundidos para orientar las acciones políticas- nos autolimitamos mediante la delegación de soberanía política a un Estado que pretende –solo pretende- monopolizar el poder. Necesitamos, tanto en términos discursivos como prácticos, una perspectiva más cercana a un Prometeo que arrebate el poder hurtado –porque es bastante decrépito denominarlo como poder delegado cuando no ha habido una deliberación cabal previa- y lo utilicemos como agente colectivo abocado hacia el autogobierno.
Ofrecen estas candidaturas un modelo alternativo al expuesto y brevemente criticado? La ofrecen los partidos hegemónicos de Puerto Rico durante los pasados más de cincuenta años? Si no, entonces quién entonces podría ofrecer una alternativa real ya no solo para un sistema democrático más justo y equitativo, sino también más libre?
Mientras más nos alejemos del culto al líder político, al experto en gestión pública, al líder mesiánico, mejor. Es evidente que ese culto al modelo personalista ha devenido en despolitizarnos peligrosa y nefastamente durante tantos años. Los resultados no solo han sido desastrosos en los tópicos más elementales de nuestra convivencia colectiva, nada más ver en qué circunstancias materiales mínimas nos encontramos, sino que su legado en el imaginario colectivo funge como rancio impedimento a la asunción no solo ya de un demos, sino de visualizar al menos una alternativa al gobierno de líderes expertos. La alternativa, sin duda, debe provenir de agentes políticos colectivos que nieguen radicalmente este esquema, que consideren que el autogobierno colectivo es fruto de la autonomía individual de la persona ciudadana. Que sin esa autonomía individual, sin esa asunción de responsabilidad por el proyecto de vida particular, no puede haber autonomía colectiva realmente democrática. Que, viceversa, esa autonomía individual de la que emerge la autonomía colectiva es garantizada escrupulosamente por esta última para su propia subsistencia. Solo reconociendo mutuamente esa autonomía personal de cada ciudadano y ciudadana estaremos considerando como igual a los y las miembros del colectivo. Solo mediante ese respeto se comenzará a erigir un esfuerzo político por la construcción de un autogobierno colectivo más real y fidedigno.
No se consigue una mejor democracia, por el contrario, despolitizando a la ciudadanía; advirtiéndoles que los asuntos más importantes de la administración pública deben ser absolutamente manejados por castas expertas, por profesionales de la gestión pública o por sujetos con apariencia de ejecutivos serios. Dinámicas como estas, tan utilizadas a diario por los partidos políticos hegemónicos en Puerto Rico, cuyo nivel de proselitismo burdo no permite ni una mínima discusión sobre un modelo de democracia alternativa al de democracia de élites –que es precisamente el que han perpetuado con creces- son las que precisamente hay que execrar tanto de las profundidades de nuestras concepciones políticas –por ello es tan importante un cambio drástico en el lenguaje político- como también de nuestras prácticas como ciudadanos y ciudadanas. Después de tantos años de modelos de democracia más formales que realmente sustantivas, lo que es una afirmación arriesgada, lo reconozco, la aspiración para trascender la crisis política actual, una crisis de legitimidad cada vez mayor ante nuestras instituciones políticas, incluyendo, por supuesto, nuestra judicatura, debe estar orientada a un modelo de democracia radical que no solo haga valer la exigencia de cada persona como ser autónomo sino de una autonomía colectiva que sea correlativa a la suma de autonomías individuales del colectivo en procesos equitativos de deliberación y participación pública.
Apostar por los mismos modelos democráticos formales que hasta ahora han administrado la vida pública de nuestra sociedad, y los cuales han demostrado una ineficacia garrafal ante los poderes y agentes económicos globalizados, es abogar por hacernos menos libres, más pobres políticamente, más débiles ante los poderes institucionales. No atacar a diario y progresivamente una normativa electoral que posibilita una democracia tan misérrima como la que tenemos, asimismo, es contribuir al impedimento de un colectivo de autogobierno político; es impedir, en fin, la construcción y reconocimiento de un demos. Seguir actuando mediante esas reglas del juego sería, como menos, derrotarnos antes de llegar al primer paso. Los sectores dominantes representados por los dos partidos hegemónicos han triunfado avasalladoramente, sin duda, por lo que la acción política no puede ser tan débil como para no retar radicalmente las reglas del juego que se instituyó precisamente para preservar el poder institucional en las manos abundantes de esos sectores dirigentes. Si este ataque no es plausible, y no se genera de forma efectiva ante la opinión pública, estaremos condicionando nuestros esfuerzos, ya de por sí en una enorme desventaja, a perecer ante las serpentinas normativas de un Estado que hará lo posible por preservar sus mecanismos de control del pueblo despolitizado.
Las alternativas independientes que mueven fichas mediante este tablero, aún cuando podrían criticar tibiamente algunas reglas del juego, son las primeras que son natimuertas en un esquema electoral como el actual. El día que realmente sean un peligro para esos sectores dirigentes y para el esquema electoral actual que les sirve de escudo de impunidad, serían derribados –o intentarán derribarlos- por todos los medios tanto públicos como privados. Mientras se limiten a propuestas de gestión pública en una estructura estatal tan corrompida desde adentro, donde los méritos de los funcionarios regularmente están supeditados a las arbitrariedades subjetivas de los agentes provenientes de los sectores dirigentes, estarán condenados a ser ornato proselitista sin posibilidad alguna de contribuir a una democracia proveniente del respeto a la ciudadanía como iguales, como pares. Que no provengan de colectivos ciudadanos de por sí, da pistas evidentes de a qué tipo de modelo de democracia se adscriben. Lo más interesante es ver, asimismo, cómo un sector notable de la población ve este tipo de candidatura en el vacío –no vacío sustancial de ideas para la administración pública, sino vacío en tanto que no surgen de colectivos sociales como vocales de estos- y adopta, conciente e inconcientemente, una actitud tremendamente pasiva ante la acción política. Es notable este síntoma de un imaginario político más servil que activo, más dirigido que dirigente.
En fin, si en realidad deseamos retar un sistema político caduco desde hace tanto tiempo, que con sus perversas dinámicas perpetúa inequidades, injusticias y prácticas nocivas, que despolitiza los tópicos más vitales de nuestra realidad común, que corrompe gradual y progresivamente nuestro futuro como colectivo, es decir, si deseamos superar la crisis en la que vive nuestra política contemporánea, debemos partir de la idea de reconocimiento y creación de sujeto colectivo como agente político. Debemos apostar por respetar y escuchar lo que nuestros pares en la sociedad tienen que decir sobre los temas evidentemente políticos –correspondientes al colectivo- que hoy se deciden a puertas cerradas por sujetos que nada tienen que ver con los sectores que sufren las consecuencias de sus drásticas decisiones (y perder el miedo a las consultas, a las deliberaciones, al debate político sustancial). Debemos apostar por la creación de condiciones electorales y de toma de decisiones más óptimas para un sistema más justo en el que las determinaciones políticas sean legitimadas gradualmente por quienes padecen los efectos de las mismas. Debemos abocarnos a darle presencia protagónica a un demos, a un pueblo que ha sido históricamente marginado de los procesos políticos en serio. No partiendo del individuo, del candidato, del líder, sino del colectivo, del pueblo, del demos.
*El autor es Asesor Legal de la Sociedad para Asistencia Legal. Tomado de 80 Grados.