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SAN JUAN WEATHER
80 Grados

Opinión pública democrática o espectáculo mediático rentable?

Lo que se llama 'opinión pública' está estrechamente

vinculado con la hegemonía política, o sea que es el punto de contacto entre la 'sociedad civil' y la 'sociedad política', entre el consenso y la fuerza. El estado, cuando quiere iniciar una acción poco popular, crea preventivamente la opinión pública adecuada, esto es, organiza y centraliza ciertos elementos de la sociedad civil.

-Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel (3), p. 196.

Son múltiples las voces que hace bastante tiempo se sorprenden y critican vehementemente la falta de movilización de sectores provenientes de la llamada sociedad civil en Puerto Rico. Ante un escenario económico progresivamente empobrecido, por no poder decir quebrado; una desigualdad socioeconómica democráticamente insostenible; una pauperización de los sectores trabajadores, vulnerables y no privilegiados institucionalmente de la sociedad, así como de un sector político-representativo-administrativo cada vez más inefectivo, menos democrático, menos legítimo, aquellos sectores que suelen padecer perversamente los embates de un sistema socioeconómico intrínsecamente inequitativo y ampliamente desigual no han logrado articular políticamente un reclamo de denuncia/oposición que posicione sobre la esfera pública la presencia de estos como agentes políticos y no como súbditos al designio de las formas de administración desde hace décadas implantadas e impuestas. Es decir, lo que sorprende es que no se haya provocado una oposición mínimamente perceptible como para tener presencia política en una sociedad, lamentablemente, cada vez más despolitizada.

Escenarios contemporáneos como este son secuelas de aquello que durante la primera mitad del siglo pasado comenzó a articularse sistemáticamente como una crítica al materialismo histórico –y al materialismo dialéctico- desarrollado durante el siglo XIX, principalmente entorno a los influyentes trabajos de Marx y Engels, y que se refleja en la caducidad de conceptos y herramientas teóricas –economicistas en gran medida- del entonces marxismo ortodoxo frente a los escenarios sociales dinámicos, heterogéneos y pluralistas que protagonizaron el siglo XX y que han incrementado sustancialmente durante el siglo XXI. Si bien el materialismo histórico de corte marxista había apuntado sistemáticamente a la inevitabilidad de la desaparición de la clase media y del campesinado en determinado estadio histórico del capitalismo, y por consiguiente un inevitable conflicto frontal y desigual entre un proletariado homogeneizado y una burguesía institucionalmente hegemónica, la historia durante el siglo pasado y el actual no hace sino demostrar cuán fallida se ha tornado dicha concepción del devenir histórico del ser humano.

Mientras más diversas y estratificadas se han convertido las sociedades, más urgente se ha hecho una importante revisión teórica sobre el materialismo histórico y sobre el porqué de una hegemonía mayor por parte de los sectores patrimonialmente privilegiados de nuestras sociedades, es decir, aquellos que en supuestas crisis económicas como las que vivimos en la actualidad suelen aumentar sus arcas de concentración y acumulación de capital. Trabajos particularmente vinculados a la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt fueron consistentes –auque no unánimes, evidentemente- con esta crítica constante –posibilitada por el propio materialismo histórico marxiano- con el objetivo ya no de propiciar directamente una revolución proletaria cuyo fin sea la abolición de la propiedad privada y, por ende, de las clases sociales, como seguía siendo el trabajo del intelectual marxista de principios de siglo XX, sino de adaptar críticamente ese materialismo histórico entonces teóricamente caduco a los escenarios sociales de mediados y segunda mitad del mismo siglo.

No obstante, estos esfuerzos críticos, ya desde hace tanto tiempo partiendo de la reflexión principalmente académica, tienden a preservar los objetivos principales de aquel materialismo histórico clásico que propendía a los ideales de emancipación del ser humano al romper las cadenas de dominación estructural que representaba, en ese estadio histórico, el capitalismo industrial. Hoy, aunque no se hable profusamente en el ámbito teórico, por ser condescendiente, de concepciones como 'lucha de clases', 'abolición de la propiedad privada', 'dictadura del proletariado' o 'estructura y superestructura', los retos conceptuales para entender y enfrentar los fenómenos socioeconómicos que han mutado en nuestra contemporaneidad se hacen mayores. De igual forma, las aspiraciones a sociedades más justas, equitativas y libres también se agudizan. Uno de los ámbitos críticos más importantes en muchas de estas reflexiones apunta al papel protagónico tanto de la opinión pública en nuestras democracias de corte liberal, así como al rol de los medios de comunicación en masa en nuestra realidad contemporánea.

Acaso hemos reflexionado suficientemente sobre cuán deficitario o igualitario es el proceso de creación de opinión pública en Puerto Rico? Nos hemos preguntado constantemente sobre su importancia en la práctica política democrática? Cuál es su relación o tensión con los medios de comunicación en masa? Creo que son interrogantes imperativas –aunque no exhaustivas- si pretendemos comprender mínimamente por qué vivimos en un régimen ideológico y político hegemónico tan perverso sin una oposición lo suficientemente fuerte como para crear realmente desacuerdo, divergencia, democracia.

Si hay algo que distingue lo político es su actividad colectiva. No puede haber política en lo privado, en lo ensimismado o en lo aislado. Nuestra acción política se da en un ámbito de comunicación intersubjetiva eminente y necesariamente público. Tampoco las decisiones y acciones políticas pueden ser la suma de las determinaciones o acciones individuales. Lo político, ese pensar los valores y referentes colectivos, se desarrolla y plasma en la esfera pública y se articula mediante la creación de lo que conocemos como opinión pública. En efecto, es esa dinámica opinión pública la que no solo creará aquellas categorías y referentes políticos que caracterizan cada periodo histórico, sino la que servirá de referente legitimador de las normas institucionales que se produzcan en nuestras sociedades. Es una piedra ineludible, fundamental y central en una democracia que intente quebrar progresivamente las hegemonías y dominaciones de poder de sectores sociales que acaparan el poder institucional para perpetuar los procesos de inequidad y desigualdad social que han caracterizado nuestra historia como humanidad.

Esta idea de hegemonía, cuya raíz gramsciana ha influido notablemente pensadores recientes como Perry Anderson, Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, suele apuntar a cómo un sector social, anteriormente denominado clase dominante, no solo dirige a los y las miembros que representa, sino que domina sobre los sectores que evidentemente no representa. La hegemonía, según concebida por Gramsci, no solo se desarrolla en la estructura económica y política de una sociedad, sino que también penetra y afecta/crea los referentes, categorías y orientaciones teóricas y epistémicas de la misma. Es decir, la hegemonía cultural no solo es materialmente real como forma de dirección y dominación en el ámbito de lo que el marxismo por tanto tiempo denominó estructura económica, sino también, y de forma decisiva, en la ideología y en los procesos gnoseológicos de la sociedad. En otras palabras, el sector social dominante hace coincidir sus intereses con los intereses de la mayoría. Por ende, no es nada novedoso sorprendernos sobre por qué determinados sectores sociales en el último escalafón de privilegios institucionales continúan interpretando y actuando según unas dinámicas que realmente son negativas y contraproducentes para sus propios intereses colectivos e individuales.

No es mi intención extenderme en una discusión extremadamente interesante que creo que en Puerto Rico no se ha desarrollado con la urgencia que amerita, ni en el desarrollo conceptual que ha sufrido el concepto de hegemonía en la contemporaneidad, pero sí apuntar a un instrumento teórico sumamente útil para arrojar luz de por qué cierta ideología imperante en nuestra cultura propende a una apatía e individualismo contraproducente políticamente; a una neutralidad política falsa. De forma plausible podemos ver cómo materialmente el sector dominante en Puerto Rico, cuya presencia suele quedar tras bambalinas a la hora de asumir responsabilidades políticas, ha impregnado de categorías y referentes la creación de opinión pública en nuestros procesos políticos. No solo este sector patrimonialmente privilegiado en nuestro sistema económico domina las estructuras de administración pública –de forma tanto directa como indirectamente-, sino que hace coincidir perversamente sus intereses con los intereses de la mayoría de la sociedad.

Dicha dominación tiene varias esferas de acción. En primer lugar, los partidos políticos hegemónicos en la Isla, cuya administración del poder institucional público se intercambian de forma ordinaria, se instituyen como órganos políticos con intereses que coinciden claramente con aquellos intereses propios del sector –o sectores, si se desea- dominante en nuestra sociedad. Esto no solo lo vemos tras la demagogia burda y el retoricismo cándido de los programas de gobierno y de los discursos propagandísticos propios de la dinámica bipartidista limitante, sino en las decisiones y ejecuciones de las y los funcionarios públicos adscritos a dichas administraciones. Desde la financiación de partidos políticos –por más límites que tenga normativamente- hasta, y sobre todo, las decisiones de política pública en las que se privilegia a un sector social y no a otro, percibimos cómo se perpetúan dinámicas que recrean la insostenible desigualdad socio-económica y la dominación sobre quienes no son realmente representados por dichas formas de gobernar –más bien utilizados como consumidores/clientes del proceso (espectáculo) electoral. Sus discursos, la creación de sus referentes y las categorías que imponen y han impuesto desde hace tantas décadas han cristalizado una ideología popular mayoritaria que coincide con el sector dominante plenamente representado políticamente por ambos partidos hegemónicos insulares.

En segundo lugar, dicha forma de hegemonía tanto material como epistémica influye decisivamente en la formación y creación de opinión pública. Como se advirtió antes, asumiendo un modelo de republicanismo como teoría política, la opinión pública es fundamental para la legitimación de las normas que afectan a la sociedad participante de la misma. Una creación de opinión pública apática y reacia a la deliberación de asuntos políticos medulares –aquellos sobre los que hay que tomar posición ante la divergencia de posiciones- no solo es un vehículo deficitario de legitimación de normas, sino una catapulta para cualquier aspiración democrática independientemente del modelo de republicanismo con el que se esté trabajando. Peor aún, en una democracia formal una creación de opinión pública manipulada y dirigida por el sector dominante representa el principal obstáculo para el surgimiento de movimientos contrahegemónicos cuya presencia política no se esfume como el viento.

Esta manipulación hegemónica no se realiza ordinariamente en nuestras sociedades contemporáneas liberales de manera descarada, como evidentemente fue en algún momento. Es decir, cuando se habla de manipulación de la creación de opinión pública, que es la que en última instancia posibilita aquello que Rousseau denominó como voluntad general del pueblo, no se habla meramente de que unas pocas familias oligarcas son titulares de la grandísima mayoría de los medios de comunicación en masa. O que el Estado regente todos los medios de comunicación masivos. Claro que en Puerto Rico hay imperios periodísticos y mediáticos familiares sumamente reconocidos y claramente vinculados al sector dominante, y dónde no existen, pero en estos momentos la dominación se articula de forma más sagaz y fragmentada.

En una sociedad cuyos precarios espacios públicos son cada vez más desatendidos y erradicados, y cuyo diseño urbano propicia la mayor privatización posible tanto de esos espacios físicos como de las dinámicas que en este se dieron o pudieron haber dado, la creación de opinión pública depende enormemente de los vehículos de comunicación e interacción que representan los medios de comunicación en masa. Dicho de otro modo, la prensa escrita, la radio, la televisión y las redes sociales. Bajo derechos subjetivos individuales de corte liberal como lo son la libertad de expresión y la libertad de prensa, los mayores y más influyentes medios de comunicación en masa se han convertido en imperios patrimoniales del mercado privado. No creo que nadie esperara algo diferente dentro de los contornos del liberalismo económico y político. Sin embargo, ello representa un problema enorme para una alternativa de creación de opinión pública menos sesgada y condicionada por cálculos de costo-beneficio en el ámbito económico. Ello representa un obstáculo, aunque no invencible, para una creación de opinión pública que sea fértil para discursos contrahegemónicos.

Es evidente que medios de comunicación en masa tan rentables y tan valiosos monetariamente en el mercado privado y en el esquema de inversiones van a delimitar la creación de una opinión pública que no arriesgue la estabilidad de los sectores dominantes que los regentan. En efecto, los límites de la creación de opinión pública, y con ella la dirección de la discusión que se lleva a cabo día a día en nuestra esfera pública, serán cónsonos con la preservación de los privilegios que emergen de un negocio tan lucrativo como este. Por tanto, aunque todavía hayan oligarquías familiares con intereses particulares que se legan el destino de medios de comunicación determinantes en la conformación de opinión pública de un país, hoy en general es el mercado cada vez más expansivo quien dirige los destinos del negocio de la noticia, de la discusión pública y, por ende, del desarrollo de la opinión pública.

Son estos medios privados, con excepciones extremadamente exiguas, los que de ordinario determinan tanto los tópicos de discusión como los límites de la discusión misma. De esta forma, la hegemonía del sector dominante impregna no solo lo que es importante o no para la discusión pública, sino las categorías con las que se evaluarán los temas escogidos y, por tanto, los temas excluidos. Es una forma de manipulación sumamente hábil por parte de un sector que representa su mantenimiento o ascenso en el mercado económico privado. Que veamos portadas todos los días que parezcan afiches de farándula o que los comentaristas políticos en la radio recreen más un espectáculo que una deliberación seria sobre temas estructurales no es casualidad. Que hayan excepciones sobre algunos temas en específico -escogidos mediante categorías que provienen de esa misma salvaguarda de privilegios del sector dominante- tampoco es casualidad. Así se elimina progresivamente la tensión entre hacer de la noticia un espectáculo rentable –algo que desde hace tantas décadas se comenzó a denominar como parte de la industria cultural- y el conceder espacio a tópicos mínimos con los cuales se pretende dar la impresión de la creación de un discurso que atienda preocupaciones sociales marginales, aunque no realmente asuntos directamente estructurales.

Esta creación de discursividad rentable, costoefectiva, en muchos casos amarillista y morbosa, tiene unas implicaciones nefastas si no hay otros canales que sirvan de válvula de escape para la diferencia, para la divergencia de discursos sobre qué, cómo y bajo qué categorías se va a discutir en la esfera pública cada día. Es decir, para la contrahegemonía. En el caso de Puerto Rico, y sin afán de ser un 'experto' en temas de comunicaciones, que no lo soy ni pretendo serlo, vemos que, de ordinario y con muy pocas aunque valiosas excepciones, los discursos creados por la prensa coinciden perfectamente con los intereses tanto del sector dominante como con los del binomio bipartita que representan los dos partidos hegemónicos del país. La demarcación de lo que se discute de ordinario a diario, de lo que se escoge deliberadamente como 'tema del día', no se guía por la mayor propiciación de la deliberación inclusiva sobre asuntos medulares y estructurales de una sociedad tan desigual como la puertorriqueña. Esos asuntos quedan en el cajón de los recuerdos de artículos alternativos que jamás tendrán la misma difusión mediática que, por ejemplo, el calzado que llevó el gobernador de Puerto Rico a determinada reunión sobre el asunto de la deuda millonaria de la Isla.

Peor aún cuando evidentemente los principales medios de prensa escrita en el país –cuya influencia sigue siendo determinante- se convierten en barricadas propagandísticas del penoso proselitismo de nuestro sistema bipartita. Ello propicia lo que culturalmente hemos asumido –de forma totalmente hegemónica- como la normalidad sobre la discusión pública. Es decir, vincular todo asunto construido como político al binomio de partidos políticos hegemónicos en la Isla. La pobreza dialógica que ello perpetúa en nuestras discusiones en la esfera pública es un mal cuyas consecuencias nefastas todavía ni atisbamos. Los tópicos estructurales como la pobreza, la desigualdad, la judicatura, el racismo, los privilegios institucionales socio-políticos, la cultura y la política misma, entre tantos otros, quedan reducidos al 'diálogo' entre personas sordas que, más que adversarios políticos nos recuerdan ese binomio amigo/enemigo dentro de los límites paupérrimos del bipartidismo como referente absoluto.

Por lo tanto, las categorías y los referentes que creamos y utilizamos en estos procesos comunicativos tan manipulados banalmente y perversamente se convierten en obstáculos para una diálogo y deliberación inclusiva y más libre. Que nos levantemos por la mañana y nos impongan un tema que será discutido a través de todo el día con la finalidad de aumentar las audiencias en vez de propiciar discusiones que puedan realmente servir de canales que rompan con esa hegemonía del sector dominante, nos puede parecer sumamente normal, pero no tendría que ser así necesariamente, contrario a lo que nos hacen pensar. Una manipulación tan deficitaria de la creación de opinión pública por parte de agentes que solo obedecen a las normas del mercado económico no es el máximo sentido de libertad de expresión ni de prensa, sino todo lo contrario: la trampa de un espacio cada vez más cerrado, cada vez más privatizado, cada vez más despolitizado, cada vez menos democrático.

Seguiremos a expensas de la imposición de categorías y tópicos por parte de agentes mediáticos cuyos intereses patrimoniales coinciden con la sustancia de las noticias e informaciones que crean? Nos conformaremos con las excepciones, que las hay, pero que jamás tienen ni tendrán la capacidad de llegarle a un público masivo como los medios de comunicación en masa ordinarios? Continuaremos pensando que se puede hacer alguna diferencia desde dentro de esos medios de comunicación, o necesitamos otros canales efectivos de comunicación?

Con un panorama comunicativo tan pobre y manipulado como el descrito no nos debe sorprender la pasividad de amplios sectores de la sociedad civil ante decisiones de políticas públicas nefastas para sus propios intereses colectivos. La persona no es considerada en tanto ciudadana sino en tanto consumidora del sistema hegemónicamente dominante. Seguimos utilizando las mismas categorías que la hegemonía cultural nos ha normalizado en nuestras dinámicas sociales. Todavía nos preguntamos cómo es posible que candidatos y funcionarios claramente incompetentes, cuyos principales aliados son agentes invisibilizados del sector dominante, sigan obteniendo a perpetuación los cargos más importantes de la administración de la res publica. Pues evidentemente en una esfera pública cuyos límites han sido deliberadamente –consciente o inconscientemente según sus agentes- impuestos con el propósito de perpetuar un sistema socioeconómico determinado no se puede pedir que también impongan la oposición al sistema. La oposición a la hegemonía dominante se tiene que trabajar urgentemente pero no adaptándose a las mismas categorías y dinámicas, sino atacándolas de la forma más radical posible.

La apertura de espacios comunicativos que sirvan como agentes contrahegemónicos, especialmente mediante la utilización de la libertad que todavía permite el ciberespacio a través de las nuevas tecnologías por su capacidad de difusión, es imperativa si se desea empezar a romper el cerco cuasi-perpetuo en el que nos encontramos. Esto no significa, en el caso de Puerto Rico, fomentar y solicitar la censura y el cierre de medios de comunicación en masa que propicien la pervertida y deficitaria creación de opinión pública en nuestra sociedad, sino la creación efectiva de espacios que reten la dominación hegemónica que todavía no sé por qué nos sigue sorprendiendo año tras año, cuatrienio tras cuatrienio. Si bien urge crear una reforma electoral más democrática y más participativa, ello solo, con una opinión pública tan homogénea y limitada como la que tenemos, probablemente podría reproducir exactamente las mismas dinámicas y categorías políticas de esa hegemonía que algunos y algunas pretendemos escindir, negar. Tendríamos, muy probablemente, un sistema electoral diferente, posiblemente que propicie la mayor representatividad parlamentaria, pero quizá con las mismas categorías, con las mismas dinámicas estratégicas y con los mismos agentes proselitistas a los que ya estamos acostumbrados.

Tampoco el quiebre de esta dominación hegemónica se encuentra, como hace tantos años se creyó ciegamente, en la institución del partido político. Como sabemos, pueden haber partidos políticos alternativos sumamente diferentes al binomio equivalente que representan los partidos hegemónicos en Puerto Rico, que de hecho reten y pretendan quebrar esa dominación que representa los sectores dominantes en el país, pero con una creación de opinión pública abocada precisamente a neutralizar cualquier intento de oposición verdadera a tal régimen de dominación el fracaso no debe sorprender a nadie. Podemos discutir en casas privadas, en la universidad, en comités de partidos emergentes y hasta en plazas públicas sobre asuntos neurálgicos que nos afectan directamente todos los días, y cuya ausencia o atención en los medios es realmente reprochable, pero si no se tiene la difusión equivalente en la creación de opinión pública no pretendamos que hayan hordas de personas (mucho menos un sector obrero tan fragmentado y heterogéneo) que asuman su papel de ciudadanos y ciudadanas cuando hay un sistema extremadamente poderoso que los cataloga y delimita como consumidores/clientes individuales de opinión, de noticias, de entretenimiento, de política.

Con esto no quiero restar la importancia de la institución de un partido político que articule un mensaje que en una democracia formal pretenda quebrar la dominación hegemónica actual. Todo lo contrario, un partido político, bajo el esquema democrático liberal (aunque se esté o no de acuerdo con él), es la institución más óptima la cual podría articular un mensaje político alternativo que realmente funja como oposición al sistema de dominación imperante. No obstante, estratégicamente la apertura de canales comunicativos de creación de opinión pública creo que debe ser previa y paralela a la articulación política mediante la creación de un partido o colectividad política. Un partido no se puede presentar como alternativa efectiva sin antes romper mínimamente con los esquemas cognitivos y epistémicos que la dominación hegemónica han perpetuado y resguardado por tanto tiempo. Ya de partidos ante el fracaso la historia de Puerto Rico está repleta. Peor aún, hay partidos políticos que llevan décadas conformándose con ser un mero colofón electoral sin ánimo real de ganar ni tan siguiera una alcaldía municipal, lo que es el colmo del derrotismo y de la ineficacia estratégica.

A esto es que aspiramos? Evidentemente no, al menos quienes vemos una esperanza mientras hayan personas que puedan romper con estos esquemas comunicativos tan perniciosos, es decir, mientras haya política. El caso más difundido y quizá más popular hoy día, a manera de estrategia política, es lo que ha sucedido con sectores políticos emergentes en España. La creación de programas televisivos a través de la Internet, el activismo constante y estratégico en las redes sociales, la participación activa y retante –no amilanada- en medios de comunicación en masa, así como la articulación de discursos alternativos que pretenden romper esa hegemonía cultural del bipartidismo español ha sido clave para llegarles a una amplia mayoría de gente. Si bien en Puerto Rico no ha habido ni algo parecido al movimiento masivo de indignados del 15-M en España, el cual fungió como acicate para un encuentro y posterior articulación de política alternativa de izquierdas en ese país, sí contamos con problemas similares a los provocados tanto por la supuesta crisis económica financiera como por las recetas de los defensores de la cruenta e hipócrita austeridad económica.

No obstante, seguimos atendiendo lo poco que surge de estos temas estructurales mediante las mismas categorías y referentes antes advertidos. Seguimos jugando el juego proselitista de entenderlo todo a manera del bipartidismo o, más tramposo aún, a modo de la noria de la relación colonial de Puerto Rico con Estados Unidos (tópico sin duda neurálgico, pero no absoluto ni mucho menos exclusivo). Peor todavía, continuamos creyendo que lo que necesitamos es la inscripción de un partido político –o peor aún, de un solo candidato o candidata independiente- cuando existe una creación de opinión pública que se encargará de hacer una oposición fulminante a la alteridad. Ni hablar de quienes todavía persiguen la aspiración caudillista del 'líder único' que resuelva los problemas colectivos de un país tan complejo como Puerto Rico.

No actuemos con estas categorías, no nos rindamos ante ellas y no sigamos vindicándolas para generaciones futuras. Retémoslas creando divergencia mediante la apertura de mayores espacios de comunicación intersubjetiva que sirvan de oposición racional y efectiva a la manipulación mediática que medios de comunicación hegemónicos imponen en la creación de opinión pública. Ahí radica la posibilidad de legitimación o no sobre las normas desarrolladas e impuestas institucionalmente. Ahí yace la oportunidad de una política contrahegemónica que aspire a no concebir a la persona como consumidora y sí como ciudadana. Una oportunidad para hacer visible todo lo que los límites de la opinión pública han desechado como inútil, peligroso o meramente no rentable. Construyamos un nosotros(as) no con las categorías hegemónicas desarrolladas a priori, sino con categorías contrahegemónicas que nos posicionen frente a los sectores dominantes como agentes políticos adversarios que representen una amenaza a la estabilidad hegemónica dominante.

Los sectores dominantes han sido extremadamente sagaces para diversificar los dispositivos de poder hegemónico con el fin de perpetuar sus privilegios e impunidad; es hora de diversificar dispositivos alternativos que quiebren aquéllos por el bien de una política democrática dinámica y renovada que le sirva a esa gran masa de personas que tienen el poder para legitimar o no las normas que un sector privilegiado les impone y les hace creer que son naturalmente inevitables. Eso es falso, y deberíamos demostrarlo y, por ende, articularlo políticamente. Hagamos que la crisis sea del poder hegemónico dominante, y que no nos la impongan falaz e impunemente.

*El autor es asesor legal de la Sociedad para Asistencia Legal, específicamente en la División de Asuntos Especiales y Remedios Postsentencia. Tomado de 80 Grados. Para las notas al calce, vea el artículo original aquí.