Pena de muerte: de vuelta a la barbarie
…Death is an unusually severe and degrading punishment;
there is a strong probability that it is inflicted arbitrarily;
its rejection by contemporary society is virtually total;
and there is no reason to believe that it serves any penal
purpose more effectively than the less severe punishment
of imprisonment. The function of these principles is to enable
a court to determine whether a punishment comports with
human dignity. Death, quite simply, does not.
Justice Brennan, Furman v. Georgia, 408 U.S. 238, 305 (1972)
Opinión Concurrente
Antes de existir el Derecho penal y haber surgido el sistema carcelario moderno a partir de la idea utilitarista de panóptico elaborada en el siglo XVIII por el británico Jeremy Bentham, la arbitrariedad, la crueldad y la desproporcionalidad eran características muy presentes en las formas de castigo que, desde tantos siglos atrás en nuestra historia como humanidad, se habían empleado como representaciones colectivas de venganza. Anteriormente, esa institución destinada a la purga constante por la comisión de un acto social o colectivamente reprochable no existía como la conocemos hoy en día, con sus leves variaciones desde la idea principal de Bentham hasta nuestro siglo. En aquel entonces, se castigaba comúnmente a la persona infligiéndole una cruenta y esperpéntica pena de muerte que sirviera tanto como castigo en términos retributivos, así como acto representativo de lo que en la política criminal moderna se conoce como prevención general –tanto positiva como negativa. Es decir, el castigo ejemplar en la plaza pública, en el ámbito de reunión colectiva, en las zonas más concurridas de las ciudades no solo tenía como fin castigar con su aniquilación tortuosa al individuo castigado, sino ofrecerlo como ejemplo ante los ojos asombrados de la comunidad de lo que podía sucederles si eran condenados –con la extrema arbitrariedad que solía existir- por ofensas que todavía no estaban ni escritas y sus delimitaciones conceptuales tampoco habían sido fijadas, como las conocemos en los sistemas penales contemporáneos.
Es este el típico castigo principalmente con fines preventivos el que Cesare Beccaria repudió valientemente con un breve texto (De los delitos y las penas, 1764) que cimentó la posibilidad de una verdadera revolución penal en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVIII y, muy principalmente, a través del siglo XIX. A partir de ahí, y con un evidente trasfondo ilustrado, el abolicionista (para efectos de la pena de muerte) Beccaria afianzó la idea de que los horribles y sangrientos castigos fatales que se producían en una Europa que destilaba sangre a partir de la tortura y de la masacre con fines preventivos debían ser erradicados y, por el contrario, estos debían ser públicos –no decididos entre partes privadas ni en cuartos oscuros-, rápidos, mediante delitos preestablecidos y, sin duda una de sus mayores aportaciones al Derecho penal, proporcionales al delito cometido. No era para menos si se razonaba la severidad y desproporcionalidad que caracterizaban desde hacía siglos los castigos proferidos por las monarquías europeas, la Iglesia Católica, las distintas colectividades políticamente organizadas y las familias nobles que solían dominar amplios territorios. La gravedad era tanta que en el Vigilar y castigar de Foucault -en sus primeras páginas- hay una cita de Beccaria a modo de descripción verídica que reproduce el horror que significaba la pena de muerte tortuosa durante el siglo XVIII. Horror que parecería que después de tanto tiempo discutiendo las implicaciones éticas que conciernen la aplicación de la pena de muerte, así como sus efectos negativos en la praxis, debiéramos haber erradicado de nuestro horizonte en sociedades pluralistas, democráticas y respetuosas a unos preceptos mínimos de Derechos humanos a escala internacional y doméstica, pero lamentablemente no ha sido así.
Ante eventos delincuenciales que suelen llamar la atención y hasta asombrar negativamente a la sociedad, el tema de la adopción y aplicación de la pena de muerte –no habiendo consenso de qué método utilizar para ello- emerge inmediatamente como reacción súbita de autopreservación ciudadana. No podemos negar que seguimos siendo individuos muy viscerales y emotivos que, en casos de delitos percibidos como de extrema violencia y en los que nos identificamos como potenciales víctimas (que no son todos), solemos clamar por las medidas más drásticas para prevenir que algo semejante vuelva a ocurrir(nos). Esto se agrava con los altos índices estadísticos de criminalidad que existen en la sociedad; la desmesurada y sensacionalista prensa del crimen que produce y reproduce ad nauseam un ambiente de sensación de inseguridad que incrementa; la pobre discusión, si alguna, sobre política criminal que yace en la opinión pública; la falta de interconexión entre factores criminógenos y la existencia de una grave desigualdad socioeconómica y, además, la existencia de castigos como la pena de muerte en sociedades tan cercanas y teóricamente tan legitimadas como la de Estados Unidos. Mientras estos factores sigan dominando la discusión sobre cómo retribuir un acto delictivo que conmociona a la sociedad, seguiremos asistiendo al coro de voces que se suman para clamar que un acto atroz se retribuya mediante otro acto atroz y, peor, en nombre de todos y todas, es decir, a través del tan falible Estado.
En estos momentos en Puerto Rico se discute, de nuevo y pese a que en 1952 se votó mayoritariamente por una Constitución que expresamente prohíbe la aplicación de la pena de muerte en nuestra jurisdicción, volver a contemplar, y con un ímpetu que realmente da temor, la pena de muerte ante sucesos tan lamentables y trágicos como los ocurridos en el sector de Los Frailes y áreas limítrofes hace ya unas semanas. Sin duda alguna el hecho de tratarse de un acto de violencia extrema que aniquiló gran parte de una familia dentro de los roles sociales aceptados y valorados por la comunidad, posibilitó el inmediato proceso empático de identificación con las víctimas del crimen partiendo desde una posición de potencial víctima de un crimen similar. Eso excluye, como hemos visto, la misma identificación con determinadas víctimas que suelen ser categorizadas como perpetradoras o potenciadoras (provocadoras) de los crímenes que les costaron sus vidas, principalmente por el rol social identificado con la ilegalidad que se les suele atribuir de inmediato cuando el suceso ocurre, por ejemplo, entre sujetos presuntamente vinculados al negocio del narcotráfico. En este último ejemplo no existe la identificación potencial de víctima porque en general la mayoría de la población no suele sentirse identificada con roles sociales calificados de ilegales, sino con los roles sociales comúnmente aceptados positivamente como parámetros de exigencia de responsabilidad.
Uno de los problemas que genera este tipo de reacción social, como hemos visto en tantas ocasiones, es que suele seguir ocultando o eclipsando el grave fenómeno de desigualdad socioeconómica y política que existe en el país, lo que deviene en continuar ignorando y meramente rechazando aquellos factores criminógenos que hoy solo suelen recibir una respuesta inefectiva por parte del Estado. Ya habrá más tiempo y espacio para escribir sobre esto, pero lo importante para efectos de este escrito es apuntar a que la reacción visceral de un sector notable de la población puertorriqueña a clamar por la pena de muerte en este tipo de caso parte de ese discrimen estructural que se retroalimenta cíclicamente y no nos deja empezar a atajar efectivamente los graves focos criminógenos que existen en una Isla tan pequeña pero a la vez tan violenta. Esa reacción visceral a implorarle al Estado la imposición de la pena de muerte, o peor aún y más vergonzoso todavía, casi rogarle a la recalcitrante jurisdicción federal de la Isla que asuma jurisdicción en el caso para así solicitar formalmente la pena capital, se basa en racionamientos ético-políticos fácilmente descartables por sus insalvables contradicciones internas.
Básicamente, se suelen escuchar dos justificaciones elementales cuando hoy, luego de haber abolido la pena de muerte por considerarse un castigo irrazonable y desproporcionado, se aboga por un retorno preconstitucional respecto a la pena capital. Ambas justificaciones suelen ser la base para sostener en menos de la mitad de los países del mundo la pena de muerte para ciertos delitos de notoria gravedad. La primera justificación se basa en la correspondencia que presuntamente existe (o debería existir) entre un acto delictivo cometido y la pena de muerte como castigo justo. Dicho de otro modo, este fundamento postula que en términos retributivos existen actos socialmente reprochables que son merecedores de un castigo tan extremo como la pena de muerte. Muchas personas que sostienen esta premisa entienden que existe una perfecta proporcionalidad entre el crimen cometido y la pena impuesta. Por otro lado, la segunda justificación –sin ánimo de crear jerarquías ni que una excluya a la otra- suele versar sobre el efecto de prevención delincuencial que acarrea un castigo como la pena capital. Tal como tantos siglos atrás se hacía mediante 'chivos expiatorios' que servían de ejemplo para controlar las acciones u omisiones de las personas en un colectivo, actualmente hay gente que aboga para que ese efecto de prevención o disuasión (en inglés 'deterrence') sea el fundamento para sostener la validez y pertinencia social de la pena de muerte. Usualmente este último fundamento está basado en un cálculo utilitarista que suele ser contradicho con la experiencia empírica que lo debería legitimar. Empezaré por este último.
Justificar la existencia y aplicación de la pena de muerte a partir del utilitarismo presupone que esta incrementará la utilidad social mientras que disminuirá el sufrimiento de los sujetos implicados moralmente. Es el cálculo básico de la filosofía moral de Bentham (sí, el mismo ideológico del modelo panóptico), y que todavía sirve de base para tantas decisiones de política pública y dinámicas sociales de interacción intersubjetiva, principalmente en el modelo que Puerto Rico suele seguir en este renglón, el de Estados Unidos. Si bien el cálculo utilitarista ha sido modificado a través de tres siglos, comenzando por exponentes como Bentham, sufriendo importantes modificaciones por John Stuart Mill y llegando a nuestra contemporaneidad por voz de pensadores como Peter Singer, para intentar justificar la pena de muerte se utiliza la versión más rústica del mismo y, por lo tanto, la más peligrosa en muchas ocasiones. Bajo esta premisa, la pena de muerte –al aniquilar públicamente a una persona que presuntamente cometió cierto delito de gran envergadura- incrementa la utilidad social (lo que es intrínsecamente valioso) porque el colectivo de sujetos implicados evitaría de forma definitiva que la persona penada volviera a delinquir (es la manera más fácil de esquivar el fenómeno criminal), lo que equivaldría a reducir el riesgo de sufrimiento e infelicidad de ese colectivo. Además, que el Estado asesine a una persona, en este caso, tendría el efecto comunicativo y ejemplar de infundir temor a aquellos potenciales criminales que podrían verse en la misma situación fatal y nada deseada que la persona condenada a la pena capital. Con ánimos de autopreservación, este efecto de disuasión se entiende que incrementa la utilidad social de aminorar el índice de criminalidad y reduce el sufrimiento de habitar en un espacio de tanta inseguridad como el que se postula.
A partir de esta fundamentación, se debería constatar empíricamente que en aquellas jurisdicciones que han adoptado por años la pena de muerte para los delitos más graves, como muchos estados en Estados Unidos y en la propia jurisdicción federal, el índice de comisión de delitos violentos, particularmente, o los delitos susceptibles a ser penados con pena de muerte, ha decrecido más que los índices de las jurisdicciones que han rechazado la pena capital. Y no solo decrecido un poco, sino que por la severidad del castigo y la contundencia del efecto comunicativo-disuasorio que se le atribuye, este índice de comisión delictiva tiene que haber bajado sustancialmente para justificar la razón misma de adoptar una medida como esta bajo la ética utilitarista. No obstante, la experiencia suele contradecir el objetivo de reducir notablemente el índice criminal, especialmente para delitos de asesinato y homicidio. Según un estudio de 1991 a 2011, los índices de homicidios en las jurisdicciones de Estados Unidos que no tienen la pena de muerte son considerablemente más bajos que los índices de homicidio en los estados que sí tienen desde hace ya tantos años la pena capital. La actividad criminal en los estados que tienen la pena de muerte, y que todavía abogan con uñas y dientes para mantenerla, pese a la mayor concienciación de cada vez más sectores en Estados Unidos sobre la inutilidad de este mecanismo para aminorar el fenómeno criminal, es constantemente más alta que la de los otros estados que han rechazado esta forma de castigo. En síntesis, que los resultados esperados de la pena de muerte, aquel descenso notable en la incidencia de los delitos más violentos a partir del supuesto efecto disuasorio-comunicativo que tendría la severidad de la pena de muerte, no se han producido si lo comparamos con los índices más bajos de las jurisdicciones que no tienen esta cruel forma de castigo.
Durante todos estos años, pero particularmente mediante la moderna aplicación de la pena de muerte en Estados Unidos a partir de mediados de la década de 1970, el resultado que mínimamente se podría esperar –vuelvo y repito, dada la severidad del castigo proferido y la intención de su efecto disuasorio- es que los índices de crímenes violentos contra la vida –que son usualmente penados con pena capital- llegaran a ser más bajos en los estados con pena de muerte que en los estados que han rechazado este tipo de castigo. La evidencia pública sostiene todo lo contrario, por lo que la utilidad y efectividad de la pena de muerte como fenómeno de prevención delincuencial no solo es muy cuestionable, sino que tropieza con su fracaso continuo de forma insalvable.
Peor aún, en términos económicos, le ahorra algo al Estado? Como tanto se suele vociferar en la esfera pública en estos días: 'yo no voy a mantener a ese criminal con mi dinero toda la vida'. Esto podría justificarse bajo un esquema utilitarista básico si en realidad la pena de muerte conllevara un ahorro en el gasto público en vez de un incremento en el mismo al mantener a un individuo mediante una pena de por vida (la opción más reconocida, aunque no la más óptima, para sustituir la pena capital). No obstante, es todo lo contrario, el largo proceso bifurcado de la pena de muerte conlleva unos gastos que son exponencialmente mayores que los de proceso penales ordinarios –incluyendo la manutención de la personas en la cárcel cuando cumpla su sentencia.
Bajo el esquema creado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos en este tipo de caso, un proceso de pena de muerte y sus correspondientes apelaciones podría durar diez, quince y hasta más años en lo que se efectúa el cumplimiento final de la pena. Imagínese un proceso en los tribunales, y con una persona en la cárcel esperando la muerte inducida, que dure semejante cantidad de años y los gastos millonarios que ello representa para el Estado en términos de litigación y aseguramiento de los derechos correspondientes a la persona convicta. Sin duda, este argumento se derrota sin mucho más que decir.
Ahora bien, a pesar de esta poca utilidad ante el grave daño causado, se merece un individuo ser fatalmente aniquilado por el Estado a partir de una decisión judicial sobre su culpabilidad en la comisión de un delito?
Usualmente escuchamos en los debates modernos sobre la pena de muerte referencias al lex talionis para justificar el merecimiento de la pena de muerte ante determinados actos reprochables. Esta vuelta a la idea original del Código de Hammurabi –siglo XVIII a. C..-, que como aproxima su nombre en latín nos llega cargada de una gran tradición de venganza institucionalizada en nuestras principales religiones monoteístas y en una larga historia de castigos fatales a través de nuestra historia occidental, pretende crear una equivalencia sin más entre la gravedad de un acto cometido y la respuesta social que debe proferírsele en términos retributivos. Si una persona mata a otra, merece ser matada como castigo. En nuestra contemporaneidad, se escuchan argumentos de retribución anclados en detractores de Beccaria, como Kant, para esgrimir la posibilidad de que el Derecho se reinstale mediante la pena capital. Es decir, no se trata de mirar hacia delante y conseguir un efecto de disminución del índice de criminalidad mediante la disuasión o prevención general, sino de mirar hacia atrás y justificar el merecimiento justo de la pena de muerte como castigo proporcional a la severidad del daño causado mediante el delito perpetrado.
Usualmente desde perspectivas religiosas –en nuestra contemporaneidad- se han esbozado rechazos sobre este tipo de práctica al preponderar valores como el perdón y la compasión sobre la cruda venganza o el cálculo utilitarista antes mencionado, a diferencia de siglos anteriores. Desde el ámbito laico por supuesto que también se han elaborado argumentos abolicionistas con una fuerza argumentativa muy fuerte. En términos de política criminal, adoptar una pena como la pena de muerte no solo sería retrotraernos a la imposición de castigos evidentemente drásticos, irreparables y crueles, sino aceptar que quien ha cometido un delito penado con este castigo no tenga la oportunidad de visualizar y comprender la gravedad que conllevó la perpetración del mismo (presuponiendo la culpabilidad del condenado y no, en este momento, la inocencia de este). La imposición de la pena de muerte sería, en esencia, el mayor impedimento al efecto comunicativo que debería tener en el delincuente convicto la pena correspondiente al delito cometido. Aniquilar al sujeto penado sería no darle la oportunidad para que, como ciudadano igual que quienes le impusieron la pena, asimile la gravedad de lo ocurrido mediante una purga proporcional a la severidad del ilícito causado. Dicho de otro modo, en muy pocos casos, si alguno, un sujeto puede estar conforme con que le apliquen la pena de muerte independientemente del acto cometido, pues ello representaría la imposibilidad de identificarse con la pena y la purga misma que representa el cumplimiento de la misma.
Cuántos/as estaríamos dispuestos/as a aceptar para nosotros/as mismos/as la imposición de la pena de muerte como castigo proporcional y enteramente merecido? Y trayéndolo en nuestros falibles sistemas de justicia criminal: cuántos/as estaríamos dispuestos/as a aceptar para nosotros/as mismos/as la pena de muerte en un sistema en el que empíricamente está demostrado que toda persona convicta no necesariamente ha sido culpable? Primeramente, para asumir una postura a favor de la pena de muerte el sujeto tiene que aceptar para sí que se le pueda imponer la pena de muerte si en algún momento se le encuentra culpable por un delito grave que conlleve dicho castigo. De entrada, probablemente hayan personas que se expresen a favor de esta premisa y acepten la misma como presupuesto para vindicar la pena de muerte. No obstante, creo que deben haber menos personas, y quizá muchas menos, que asuman positivamente y sin reservas la segunda pregunta. En el plano teórico la primera pregunta podría ser un ejercicio de razonamiento interesante. En la práctica, esta no se asemeja a realidad alguna. Por ende, la segunda pregunta es la realmente importante a la hora de asumir una postura a favor o en contra de la pena de muerte ante un sistema muy falible de justicia criminal.
Por ende, quien defienda en nuestras jurisdicciones la imposición de la pena de muerte tiene que asumir para él o para ella la consecuencia de que, independientemente si es culpable o inocente, acepta que le impongan la pena de muerte si así lo entiende un jurado o un tribunal al finalizar un proceso penal. Estaríamos dispuestos a aceptar tal riesgo?Seríamos capaces de aceptar para nosotros/as, aun siendo inocentes, la aplicación de la pena de muerte por la que tanto abogamos? Una respuesta afirmativa parecería en extremo bastante contraintuitiva, y probablemente los fundamentos racionales que existan para ello sean tan débiles que en los debates actuales no suelen ni escucharse. No obstante, si nos quedamos en el plano teórico del merecimiento de la pena, y presuponemos que todas las convicciones son adecuadas y corresponden a la culpabilidad del sujeto procesado, no nos serviría de mucho el argumento ante la intrínseca falibilidad de nuestros procesos penales. Y digo intrínseca porque en un proceso dirigido por personas evidentemente imperfectas, en el que se pretende reconstruir un pasado del cual solo tenemos unos trazos muy mediatizados, y que tantas veces se ha utilizado y manipulado con fines ulteriores a la debida imposición de una pena, los riesgos de falibilidad aumentan exponencialmente, sin que exista, de entrada, un proceso penal enteramente infalible.
Por lo tanto, este es el escenario en el que debemos aceptar o no para todos/as nosotros/as la posibilidad de que nos apliquen la pena de muerte, independientemente de las irregularidades del proceso y de la culpabilidad fáctica y legal del sujeto procesado. Para ello, de hecho, hace falta un esfuerzo empático con el fin de identificarnos aunque sea por primera vez con un victimario –que siempre existe la posibilidad de serlo, no se equivoque nadie, aun en los crímenes más graves- y con una persona cuya inocencia no surge de la realidad jurídica que se crea durante un proceso penal. Esto, no solo como ejercicio teórico para asumir determinados argumentos a favor o en contra de la pena de muerte, sino como constatación de una realidad que no podemos obviar cuando hablamos de un castigo que no tiene vuelta atrás, que es irremediable y que tantas veces hemos visto cómo se aplica a la persona incorrecta.
En los Estados Unidos –que es el referente mayor de quienes abogan en Puerto Rico por la pena de muerte- solo 18 estados, y el Distrito de Columbia, han prohibido esta forma de castigo, mientras que todavía 32 estados, casi el doble, preservan la pena de muerte para ciertos delitos, incluyendo la jurisdicción federal que también se impone en Puerto Rico por su situación colonial. De los casos que se conocen, porque es evidente que existe la posibilidad de que hayan más pero que no se han conocido por diferentes razones, y en un término de tiempo desde 1973 hasta el presente, el Death Penalty Information Center ha revelado una lista de 143 personas que, luego de haber sido encontradas convictas y sentenciadas a sufrir la pena capital, han sido liberadas y exoneradas por evidencia postconvicción que indica la inocencia de estas. Además, 143 personas, de las que se conoce, que han estado esperando años en el 'death row' por su ejecución pero que al final, y con la ayuda de equipos de trabajo comprometidos con la causa, con los avances tecnológicos que han permitido nuevas técnicas de identificación (como las pruebas de ADN), así como con mucho dinero invertido en estos procesos, han logrado probar lo que el sistema ha hecho prácticamente imposible: la inocencia después de una convicción, especialmente convicciones en casos tan notorios y dramáticos.
Con una muestra basta para rechazar la imposición de una pena que de ninguna manera podría se compensada o mitigada si se descubre que es fruto de un proceso que encontró convicta a una persona inocente. Claro que a una persona inocente que haya llevado veinte o cuarenta años confinada se le ha producido un daño irreparable que no hay recurso disponible para mitigarlo. No obstante, al menos puede salir de esa caverna de purga y disfrutar, en la medida de lo posible, de la libre comunidad en lo que le que le quede de vida. En el caso de la persona aniquilada mediante pena de muerte esta posibilidad no está disponible. El daño es fatal y finiquita la posibilidad de enmendar cualquier error que pudo haber ocurrido durante el proceso. Estamos dispuestos a tolerar esto? Somos capaces de aceptar esto para nosotros/as?
El propio Tribunal Supremo de Estados Unidos ha entendido la pena de muerte como un castigo que no es equiparable a los otros castigos ordinarios en el sistema penal estadounidense. Al amparo de la Octava Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, en Furman v. Georgia, 408 U.S. 238 (1972), declaró inconstitucional 39 leyes estatales y del Gobierno federal que imponían la pena de muerte por ser contrarias a la cláusula de prohibición de castigos crueles e inusitados de la Constitución. En una decisión realmente sin parangón en Estados Unidos, y en lo que se puede denominar como de tenue postura contra-mayoritaria en esos momentos, el Tribunal Supremo entendió que esas leyes declaradas inconstitucionales creaban un sistema de imposición de la pena de muerte caracterizado por la desproporción y por la arbitrariedad en la imposición de la misma (en el acto de decidir si una persona podría ser castigada con la pena de muerte o no) que, ante la evidencia presentada, discriminaba fatalmente contra minorías en esos estados (especialmente minorías afroamericanas). Además, el Tribunal entendió que esas leyes tenían el efecto de finalizar una vida humana sin mayores contribuciones a la sociedad.
En plena apoteosis de las posturas más rudas de política criminal respecto a un incremento dramático en la comisión de delitos durante los años 1960 a 1990, principalmente, las cuales se caracterizaron por un endurecimiento y creación de nuevos delitos y penas; una represión estatal con el logo de 'guerra contra el crimen'; el surgimiento de la contraproducente 'guerra contra las drogas' impulsada por la administración Nixon, así como un avance en el populismo penal por parte de una clase política ávida de beneficiarse políticamente del fenómeno de inseguridad ciudadana que se resaltaba, el Tribunal Supremo emitió una decisión que provocó la inmediata reacción de las legislaturas estatales y el Gobierno federal sobre la tan defendida pena de muerte como 'deterrence' a la ola criminal que se vivió en aquellos momentos. No obstante, si en Furman el Tribunal Supremo no fue del criterio de finalmente declarar la pena de muerte per se como contraria a la Octava Enmienda como un castigo cruel del Estado, lo que importantes voces disidentes apuntaron seriamente, cuatro años luego, en Gregg v. Georgia, 428 U.S. 153 (1976), cuando sí pudo haber sido un órgano institucional contramayoritario a favor de la abolición de la pena de muerte, lo que hizo fue validar constitucionalmente las entonces normas vigentes sobre la pena capital a partir de las desesperadas respuestas legislativas a Furman.
Pero no solo eso, peor aún, el Tribunal de Gregg razonó que de por sí la pena capital no era inconstitucional y que la misma servía unos fines sociales legítimos de retribución y de prevención del crimen. Según las nuevas normas de imposición de la pena de muerte, en ese caso las de Georgia, el Tribunal concluyó que las mismas ya no contenían rastros de aplicación arbitraria que pudiesen afectar negativamente a las minorías de dicho estado sureño y con un historial de racismo realmente grave. Efectivamente, el Tribunal convalidó las respuestas estatales a la invalidación de leyes provocada por Furman hace apenas cuatro años antes. No obstante, luego de este enorme tropiezo en lo que pudo haber sido definitivamente la declaración de inconstitucionalidad de la pena de muerte per se en los Estados Unidos, lo cierto es que el Tribunal Supremo ha venido delimitando la aplicación de la pena de muerte entendiéndola como un castigo particular que no todo el mundo merece recibir. Así, en Coker v. Georgia, 433 U.S. 584 (1977), se decidió que el estado estaba impedido de aplicar la pena capital a personas convictas por crímenes contra la indemnidad sexual (agresiones sexuales) por ello quebrantar el principio de proporcionalidad. Este precedente fue ampliado en Kennedy v. Louisiana, 554 U.S. 407 (2008), cuando el Tribunal Supremo determinó que no se podía imponer la pena de muerte a personas convictas por agresiones sexuales a menores de edad si estos seguían vivos. De ordinario, esto reduce, sin duda, el radio de aplicación de la pena de muerte a casos en los que el bien titulado de la vida haya sido el lacerado mediante la comisión delictiva.
Asimismo, respecto a quiénes pueden ser objeto de un proceso que pudiese culminar con la pena de muerte, el Tribunal también ha ido limitando la discreción de las legislaturas en esta materia. Así, por ejemplo en Atkins v. Virginia, 536 U.S. 304 (2002), el Tribunal decidió que ejecutar mediante pena capital a una persona mentalmente incapacitada (o retardada mentalmente) es incompatible con la prohibición constitucional de castigos crueles e inusitados. Esto, porque la condición mental de la persona condenada aminora la severidad del delito cometido y, por tanto, la aplicación de la pena de muerte sería un castigo desproporcionado. De igual manera, en Roper v. Simmons, 543 U.S. 551 (2005), finalmente se decidió que a los ofensores juveniles no podía imponérseles la pena de muerte porque de ordinario carecían de la correspondiente madurez y responsabilidad exigible a un adulto; eran más susceptibles de ser influenciados negativamente y se encontraban en una etapa de desarrollo psicosocial todavía muy inmadura o incompleta.
Esta delimitación del radio de discreción del Estado para imponer la pena de muerte también encuentra esfuerzos paralelos en algunas jurisdicciones para abolir la pena de muerte. En años recientes los estados de Maryland (2013), Connecticut (2012), Illinois (2011), New Mexico (2009) y New York (2007) han abolido –ya sea por legislación, plebiscito o decisión judicial- la pena de muerte. Muchos/as advierten que, al igual que la victoria del matrimonio igualitario a través de todo Estados Unidos, la abolición de la pena capital es cuestión de tiempo, aunque todavía falte un gran trecho. Esto encuentra algo de razón en la progenie de casos de pena de muerte que el Tribunal Supremo ha decidido y la interpretación que hace de la Octava Enmienda a partir de un examen de parámetros sociales mínimos de tolerancia hacia ciertos castigos. Sin duda es muy deseable que llegue el día en el que una composición del Tribunal Supremo de Estados Unidos entienda que es socialmente intolerable una pena como la pena de muerte ante la cláusula de castigos crueles e inusitados. Mientras llega ese día, la evidencia con la que contamos es que cada vez más se desvela –como ocurrió ante los ojos del propio Tribunal en Furman- un sistema cimentado en la discriminación estructural; en los errores involuntarios y manipulaciones voluntarias del sistema penal; en una falibilidad intrínseca imposible de mitigar, así como con la contundente evidencia de cada vez más hay confinados/as siendo exonerados/as por descubrirse prueba sobre su inocencia con posterioridad a la convicción y sentencia de pena de muerte.
Ante sucesos dramáticos que nos asombran como sociedad, como sin duda lo fue el acto delictivo ocurrido hace unas pocas semanas y que terminó con la vida de cuatro miembros de una familia, se pone a prueba nuestra madurez política y cívica respecto al castigo que le impongamos a las personas que judicialmente se encuentren culpables por estos hechos. Ya vimos que el cálculo utilitarista de la imposición de la pena de muerte deviene en argumentos falaces que no encuentran correspondencia fáctica alguna para su legitimidad. La pena de muerte no tiene un efecto disuasivo real ni notable en las jurisdicciones que todavía toleran este castigo cruento, ni tampoco representa un ahorro en términos económicos para el Estado en vez de imponer un castigo ordinario, sino todo lo contrario, representa un gasto exponencialmente mayor por lo complicado y duradero del proceso. Entonces, dónde radica su utilidad social? Realmente en ninguna parte si partimos de las premisas que sostienen la pena de muerte en cálculos utilitaristas.
Dicho esto, existen personas que merezcan la pena de muerte a partir de su responsabilidad en ciertos delitos de carácter violento o extremos? Antes de la pregunta por el merecimiento de la pena, y abiertamente entiendo que el fin de la pena como retribución se frustra al impedir que exista una identificación del sujeto penado con la pena impuesta, debemos preguntarnos si estamos de acuerdo con aceptar que nos impongan la pena aun si somos inocentes pero en un proceso penal se nos adjudica responsabilidad por un crimen que acarrea pena de muerte. Como dije anteriormente, si se aboga por la pena de muerte inevitablemente tenemos que aceptar para nosotros/as que el Estado pueda imponérnosla aun cuando no seamos culpables del delito mediante el cual se nos procesó. Avalar esta última posición, contestando en la afirmativa, no solo es contraintuitivo, sino que sería una misma contradicción con el argumento de merecimiento de la pena. El argumento deja abierta la posibilidad de que el Estado aniquile a una persona inocente a favor de otra que quizá no lo sea, lo que, en el caso de la pena de muerte, crea una situación sin igual respecto a otros delitos –de los cuales en principio se podría plantear lo mismo-, y es que en la pena de muerte se erradica cualquier posibilidad de rectificación del error cometido durante un proceso penal mientras que, durante el cumplimiento de otras penas como la prisión, al menos esta posibilidad no está cerrada del todo. Probablemente este sea el fundamento más fuerte para la futura abolición de la pena de muerte en los Estados Unidos: su imposición a partir de un Estado tan falible.
A partir de esta evidencia, en Puerto Rico debemos ser lo suficientemente maduros políticamente como para no asumir riesgos intolerables que podrían causar tragedias peores de las que se intentan prevenir. Debemos afianzar los derechos civiles que tanto han costado, que tanta sangre han derramado y que sigue derramando su lucha a través de todo el mundo, y valorar un sistema que no mire la pena como venganza burda y caprichosa producto de un impulso visceral y extremadamente emocional a través del falible Estado. En estos momentos es que nos encontramos al filo de regresar al linchamiento público como mecanismo de aniquilación y control social, o asumirnos como corresponsables de los delitos, por más trágicos que sean, que ocurren en nuestra sociedad interconectada. Hoy podemos valorar la vida de todos y todas -victimarios y victimarias, potenciales y consumados/as- como un Derecho humano inquebrantable que no admite excepción alguna. Darle la espalda a ello, no tengamos la menor duda, no solamente sería retroceder en el tiempo y colocarnos en una posición donde ninguno/a de nosotros/as gana absolutamente nada con el linchamiento de alguien, sino todo lo contrario, sería exponernos voluntariamente a ser aniquilados/as por un sistema intrínsecamente imperfecto y validar el regreso a la barbarie sangrienta que agraciadamente en algún momento rechazamos como colectividad política.
*El autor es asesor legal de la Sociedad para Asistencia Legal, específicamente en la División de Asuntos Especiales y Remedios Postsentencia. Tomado de 80 Grados.