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Promesa rota: un libro necesario

Necesitamos más libros como Promesa rota: una mirada institucionalista a partir de Tugwell de Francisco Catalá (San Juan: Callejón, 2013). El tema es importante, el planteamiento complejo, la exposición sencilla. El tema es doble: por un lado el descalabro económico de Puerto Rico, inseparable de nuestro descalabro social y, por otro, lo que la experiencia de la gobernación de Rexford G. Tugwell (1941-46) puede decirnos en cuanto a los orígenes y posibles salidas de ese descalabro. Nadie que vive o sobrevive en Puerto Rico puede darse el lujo de ignorar estos temas.

A qué se refiere la 'promesa rota' del título? Con esa frase Catalá se refiere a los programas, proyectos, propuestas, experimentos, agencias e instituciones que aparecieron entre 1934 y 1946, es decir, en el contexto de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, y que compartían el objetivo de crear una nueva economía en Puerto Rico a través de: la diversificación de la producción agrícola, el fomento de la producción de alimentos para el consumo interno, el desarrollo de cooperativas agrícolas y de empresas industriales propiedad del Estado también orientadas al mercado interno, sin excluir la exportación, la garantía de servicios esenciales a la población mediante su administración pública, la superación, por tanto, del monocultivo y del control de la economía por entes externos, con la consecuente fuga de ganancias del país. Estas ideas están presentes en el Plan Muñoz Marín y el Plan Chardón de 1934 y en el programa y la gestión de gobierno inicial (1941-46) del Partido Popular Democrático. Se encarnan en algunos de los programas de la Puerto Rico Reconstruction Administration (centrales azucareras propiedad pública, proyectos de infraestructura, fábricas de cemento, fomento de cooperativas) y en la creación más adelante de agencias encargadas del desarrollo de la infraestructura, como la Autoridad de Fuentes Fluviales (1941) y la de Acueductos y Alcantarillados (1945). Este esfuerzo incluye la creación de agencias que Catalá describe como emblemáticas de la gestión de Tugwell como gobernador de Puerto Rico: la Junta de Planificación, la Compañía de Fomento Industrial y el Banco Gubernamental de Fomento, creados en 1942, así como la Compañía Agrícola, organizada en 1945. En sus inicios la Junta de Planificación debía hacer honor a su nombre planificando el desarrollo económico de acuerdo con los recursos y necesidades del país, a la vez que la Compañía de Fomento debía ser 'incubadora' y gestora de nuevas industrias, cuya creación y desarrollo el Banco de Fomento debía financiar. La Compañía Agrícola debía promover la conservación de tierras, la investigación (junto a las estaciones experimentales) sobre cultivos más adecuados a las condiciones y necesidades del país, el desarrollo de la ganadería, de la industria lechera y de la pesca y de redes de mercadeo. Además de lecherías y proyectos pilotos de ganadería y pesca, la Compañía Agrícola estableció, como nos recuerda Catalá, los primeros supermercados en Puerto Rico.

La simpatía de Tugwell por estos proyectos de desarrollo económico protagonizados por el sector público tenía fuentes tanto teóricas como prácticas. Las fuentes teóricas eran, por un lado, las ideas de la escuela 'institucionalista', vinculada a las teorías del sociólogo Thorstein Veblen, que insistía que el funcionamiento de la economía de mercado está condicionado (y, por tanto, puede moldearse) por el entorno institucional en el que opera y, por otro, la actitud de los filósofos 'pragmáticos', como William James y John Dewey, que avalaban una actitud antidogmática y 'experimentalista' ante la realidad social. Pero aún más importante había sido el colapso de la economía capitalista mundial a partir de 1929. La experiencia había demostrado de forma espectacular los límites de la fe en la supuesta capacidad del mercado para corregir sus errores. Como bien señalaba Henry Wallace, secretario de Agricultura en la primera Administración del presidente Franklin Roosevelt, Estados Unidos vivía el absurdo de la miseria creciente en medio de la abundancia: mientras más grande la cosecha de grano, más se empobrecían los agricultores, y más crecían las filas de los hambrientos en las ciudades. Al comienzo del Nuevo Trato, Tugwell laboró bajo Wallace en el Departamento de Agricultura y como parte de sus funciones visitó Puerto Rico por primera vez en 1934. Para esa fecha, Muñoz Marín, entonces senador del Partido Liberal, había detectado la posibilidad de promover un plan de redistribución de tierras y diversificación agrícola en Puerto Rico en el marco de los planes de reducción de la producción azucarera dirigidos por el Departamento de Agricultura federal: de ahí la rápida acogida de sus propuestas (el llamado Plan Muñoz Marín) por Tugwell y la formulación en 1934 del Plan Chardón. En 1940-41, con la parcial victoria electoral del PPD y el nombramiento de Tugwell a la gobernación, se abre la posibilidad de concretar ese programa de reformas.

Durante esos años Muñoz promueve el programa inicial de reformas del PPD con el apoyo, no solo de Tugwell, sino también de un movimiento obrero renovado con el surgimiento de la Confederación General de Trabajadores (CGT). La perspectiva, por otro lado, era la de la reconstrucción económica como preámbulo para la independencia.

Pero entre 1945 y 1947 Muñoz y el PPD dividen la CGT, rompen con la independencia (y con el Congreso Pro Independencia que se había organizado en 1943) y con el programa económico inicial del partido. El nuevo proyecto se centraría en la producción para la exportación y en la atracción del capital externo a través de la exención contributiva. Como resultado de estos cambios, la Junta de Planificación casi se limita a un organismo de zonificación, el Banco de Fomento se reduce a ser agente fiscal del gobierno, y la Compañía de Fomento una agencia para atraer capital externo sin perspectiva de desarrollo industrial integral o eslabonado. La Compañía Agrícola desaparece. De ese modo, plantea Catalá, los proyectos formulados o iniciados entre 1935 y 1946 se convierten en un breve interludio entre 'el monocultivo azucarero y el establecimiento del enclave manufacturero acompañado de la creciente dependencia'.

El discurso dominante se invierte. En muchos sentidos se convierte en su opuesto: antes de 1947 se planteaba la reforma agraria, ahora se abandona la agricultura; antes se denunciaba el capital ausentista, ahora se le ve como agente del desarrollo; antes se criticaba la fuga de ganancias, ahora se acepta con tal de que se creen empleos; antes se apostaba al desarrollo de industrias propiedad del Estado, ahora se privatizan las empresas públicas; antes se planteaba la producción para el mercado interno, ahora se plantea que el mercado interno de Puerto Rico era EE.UU.

No pueden negarse los logros iniciales de esta política: el aumento de los salarios, con la consecuente mejora en los niveles de vida, las mejoras de servicios básicos como salud y educación, las mayores oportunidades educativas, laborales y profesionales para la mujer, entre otros. Pero incluso en su mejor momento, esta estrategia fue insuficiente. Catalá nos recuerda un dato contundente. En 1950 había 596,000 empleos en Puerto Rico. En 1951 la Junta de Planificación estimó que para 1960 la cifra aumentaría a 860,000 empleos. Pero el número real de empleos en 1960 fue 543,000: no solo no se habían creado los 160,000 nuevos empleos proyectados sino que se habían perdido 50,000 empleos. Tan solo la emigración masiva de esos años permitió mantener la cifra de desempleo más o menos estable entre 10 y 12%. La situación, precaria en sus mejores momentos, se agravará según la economía mundial capitalista entra en una nueva época de estancamiento en la década de 1970. Como el crecimiento dependiente anterior no había creado una base industrial propia, ni una acumulación de capital interno adecuada, se responde a la crisis con una nueva edición de la política de exención contributiva: se inician las dos décadas de la sección 936 (1976-1996) o tres, si se cuenta el periodo de phase-out de esa sección que se extiende hasta 2006. Después de esa fecha se inicia, primero lenta y luego aceleradamente, el colapso del sector de la manufactura sin que el crecimiento en otros sectores lo compense. Al final de este ciclo Puerto Rico se encuentra en el mismo sitio: empobrecido e incapaz de financiar su propio desarrollo económico. No es la primera vez. Tal ha sido el resultado de todos los ciclos de desarrollo dependiente anteriores: el del azúcar esclavista que termina alrededor de 1850, del café que acaba con los cambios de 1898, del azúcar capitalista que termina en la década 1930, y ahora al agotarse la política adoptada en 1947.

z-Promesa-rota_lgCatalá ofrece un retrato de la situación actual: un enclave manufacturero limitado, fragmentado y en proceso de contracción; colapso de la agricultura con la consecuente dependencia alimentaria (más de 85% del consumo); desempleo masivo (más de 15%) y baja participación laboral (menos de 40%); emigración incesante de sectores capacitados de la fuerza laboral, control externo de los recursos productivos, fuga gigantesca de ganancias al exterior ($36 mil millones o 37% del PIB en 2011), brutal desigualdad de ingresos, altos niveles de pobreza (45% de la población), florecimiento de la economía informal (más 250,000 'empleos' en 2011) e ilegal, con los consiguientes problemas de violencia. La falta de planificación conlleva un desarrollo urbano y suburbano desordenado, con formas de asentamiento y comercio dependientes del automóvil y desintegradoras de la vida vecinal y comunitaria y del goce de bienes y espacios públicos. El desarrollo industrial desarticulado, la desaparición de la agricultura, el desparrame urbano no planificado se traducen en un deterioro ambiental acelerado. Por otro lado, la política de exención contributiva erosiona la base contributiva de la que dependen los ingresos del gobierno. Esa carencia se ha subsanado con fondos federales y con el crecimiento de la deuda: pero ambos mecanismos tienen un límite que, al alcanzarse, conducen a una creciente crisis fiscal. En términos del desarrollo del país, ni siquiera las ayudas ayudan: los fondos federales salen por donde mismo entraron al usarse para la compra de productos importados, en muchos casos en cadenas comerciales, que, como señala Catalá, ni siquiera depositan sus fondos en la banca ubicada en Puerto Rico.

Simple y sencillamente, plantea Catalá, en Puerto Rico se vuelve a comprobar que: 'Nunca, en ningún lugar del mundo, el establecimiento de enclaves de inversión externa ha conducido al desarrollo sostenido y sostenible'. Los resultados de esa política siempre han sido la insuficiencia de empleos, la fuga de excedente al exterior, los crecientes costos al ambiente y la falta de fondos públicos y la transformación de regiones enteras en pueblos fantasmas cuando el capital externo se retira. Basta un paseo por el sur para contemplar dos ejemplos de lo dicho: primero los restos de la central Guánica y un poco más allá los de la CORCO. Como plantea Catalá en otra frase lapidaria: 'El desarrollo no puede importarse ni tomarse prestado'. Sin embargo, la ley de incentivos industriales vigente, aprobada en 2008, insiste en el 'contrasentido' de promover el desarrollo con un mecanismo que promueve la salida masiva de ganancias, la emigración masiva de trabajadores y la perpetua dependencia en el capital externo.

Sobre la crisis fiscal del Estado, Catalá ofrece reflexiones importantes. Por ejemplo, entre 2001 y 2010 el ingreso al fondo general por concepto de contribuciones creció en un 11.6%. Pero el PNB (nominal) creció en un 43.2%. La noción neoliberal de que las contribuciones agobian la economía privada no tiene fundamento. El origen de la crisis fiscal no está en el gasto excesivo (sin quitar el malgasto que pueda existir) 'sino en el progresivo debilitamiento de una base tributaria erosionada por la política de incentivos'.

Los datos que presenta Catalá sobre la distribución funcional del ingreso merecen destacarse. Es un renglón que por lo general no se discute. Este término se refiere a cómo se distribuye el ingreso entre la parte que devengan los trabajadores y los que corresponden a ingresos de la propiedad. En Puerto Rico el ingreso del trabajo es 35% del total. Es decir, 65% del ingreso corresponde a la propiedad. Pero hay más: de esa parte del ingreso que reciben, no los trabajadores, sino los dueños del país, alrededor del 60% corresponde al capital externo. Es decir, el ingreso del país se distribuye de esto modo: casi 40% para el capital externo, cerca de 25% para el capital interno y 35% para el trabajo. Es un retrato de la economía capitalista colonial en tres cifras: una clase obrera terriblemente explotada por el capital y una clase empresarial isleña sometida al capital externo. (Dicho sea de paso, según Catalá, la participación del trabajo en el ingreso se reduce a 10% en la manufactura y a 7% en la industria farmacéutica en particular).

Aunque no es el eje de su libro, Catalá ofrece los elementos de una alternativa al desastre existente. Se trata precisamente de recuperar, sin copiar ciegamente, muchas ideas de la 'promesa rota' en 1947. Catalá señala los problemas que deben atenderse: la dependencia en el capital externo, el desempleo y la baja participación laboral, la pobreza, la desigualdad social y la destrucción ambiental. En el siglo XXI ya no se puede aspirar al desarrollo en general: hay que aspirar a un desarrollo sustentable, que respete los límites que nuestra dependencia en el entorno natural nos impone. Tendrá que tomar en cuenta la amenaza del cambio climático, la necesidad de abandonar las fuentes fósiles de energía, de reducir la generación de desperdicios y de proteger aire, agua y tierra de la contaminación, con todos los cambios radicales en los patrones de producción, consumo, asentamiento y transportación que esto supone.

Para enfrentar estos retos, no se puede apostar al movimiento espontáneo del mercado, fe que los institucionalistas como Tugwell ya habían criticado en la década de 1920. Al contrario, hay que revivir muchos de los objetivos originales de los organismos creados durante el interregno tugwelliano: la Junta de Planificación según propuesta por Tugwell, la Compañía de Fomento original, el Banco de Fomento según concebido inicialmente y la Compañía Agrícola, frustrada en sus inicios.

Los nuevos planes deben promover no el desarrollo de enclaves, como los llama Catalá, sino actividades industriales, agrícolas y de servicios eslabonadas e interconectadas. Esto debe incluir la recuperación de la agricultura con industrias de procesamiento complementarias, para lo cual es imperativa la adopción del tan discutido plan de uso de terrenos. Se deben diversificar los mercados y las fuentes de capital externo. Esas inversiones deben corresponder a un plan y estar amarradas a la transferencia de tecnología al país. Según Catalá se debe explorar la forma de propiedad y de gestión, sea la empresa pública, privada o cooperativa, más adecuada a cada tipo de actividad. La reforma fiscal necesaria debe eliminar el abismo existente entre las tasas contributivas oficiales o nominales y las reales, acabando con la diferenciación entre empresas exentas y no exentas y reemplazando la madeja de deducciones, créditos y exenciones actuales con incentivos en los casos excepcionales que lo ameriten y cuyo impacto debe monitorearse cuidadosamente. La igualdad y la mejor calidad de vida también exigen ciertas garantías sociales: se necesita, al menos, un seguro de salud universal y, no solo rescatar los sistemas de pensión existentes, sino crear un sistema de retiro universal.

Hagamos varios comentarios al texto de Catalá que tocan cuatro aspectos: el debate de ideas sobre estos temas en Puerto Rico, los agentes sociales y los mecanismos institucionales que pueden hacer realidad los cambios propuestos y los obstáculos que será necesario vencer en el camino.

tugwellEn cuanto a lo primero, creo que Catalá es demasiado generoso con el estudio Restoring Growth del Instituto Brookings y el Centro Nueva Economía (CNE) de 2006. Aunque brevemente, lo cita aprobadoramente. Los deja, como dicen en el callejón Sevilla donde me crié, off the hook. El conjunto de trabajos incluidos en dicho estudio, salvo contadas excepciones (el estudio de Alm y algunos de los comentarios a los capítulos), son un compendio de acercamientos y recetas neoliberales que no podían estar más alejados de la perspectiva tugwelliana o institucionalista reivindicada por Catalá. Todo el estudio del CNE se enmarca y se plantea como exploración de la pregunta de por qué una economía tan 'abierta' como la de Puerto Rico, con 'libre' flujo de mercancías, capital y personas desde y hacia EE.UU., exhibe niveles de desempleo y pobreza tan altos. La pregunta tiene como premisa el dogma neoliberal de que el libre comercio favorece la igualación entre países y regiones: ese dogma le impide ver que el mal de fondo, que la causa de los males que denuncia, es precisamente la subordinación al capital externo, consecuencia directa de la misma 'apertura' de la economía de Puerto Rico que de acuerdo con la doctrina neoliberal debe ser la clave para el desarrollo del país. Como el problema, desde el punto de vista neoliberal, no puede estar en el libre comercio mismo que tanto defienden, los autores del CNE concluyen que reside en la generosidad de la red de apoyo social en Puerto Rico (los pagos por desempleo, pagos por incapacidad, el PAN, entre otros), el 'gigantismo gubernamental', la excesiva reglamentación gubernamental y los impedimentos a la entrada de grandes empresas comerciales de Estados Unidos, entre otras. Sus propuestas son impecablemente neoliberales y apegadas a la fe en el mercado y la libre competencia: recortar los programas de apoyo social, privatizar, acabar con lo que quede de reglamentación de la empresa privada. En sus más de 500 páginas el estudio no dedica más de diez líneas a la agricultura (que se refieren al pasado agrícola de Puerto Rico). No dedica una línea a consideraciones ecológicas o ambientales. Después de la crisis de 2008 y de la intervención del gobierno para rescatar al gran capital financiero de sí mismo, muchos portavoces del neoliberalismo han recogido velas y prefieren no recordar las alabanzas que alguna vez elevaron a las bondades de la libre competencia y sus denuncias a toda intervención del Estado como distorsión improductiva de la infalible mano invisible del mercado. Pero no hay que hacerles el trabajo tan fácil: sus teorías no son parte de la solución, son parte del problema.

Apoyándose en su análisis de las consecuencias de la política económica adoptada a partir de 1947, Catalá elabora unas consideraciones interesantes sobre el tema del status. Según el autor, a la población de Puerto Rico, sumida en una economía empobrecida y con una raquítica base productiva, Estados Unidos se le presenta como mercado aparentemente insustituible, como fuente de capital privado y de prestaciones gubernamentales y como vía de escape migratorio. De ahí el apego a la 'unión permanente' con Estados Unidos. Pero esa misma pobreza y dependencia hacen imposible, o al menos obstaculizan, la estadidad. La 'unión permanente' se traduce entonces en la subordinación colonial permanente. Incluso los estadistas necesitan que Puerto Rico adquiera una economía saludable, pero en ese caso, plantea Catalá, quizá la estadidad ya no sea necesaria: esa economía sería igualmente fundamento para un Puerto Rico independiente. La pregunta, claro está, es si Puerto Rico puede adquirir una economía saludable sin cambiar su situación política actual. Catalá, firme defensor de la independencia, contesta en la negativa: los poderes soberanos que conlleva la independencia son necesarios para reorganizar la economía del país. Pero esta conclusión levanta una pregunta que el texto de Catalá no tiene que plantearse pero nosotros no debemos evadir: cómo empezar a cambiar las mentes en el país que en su gran mayoría no asumen tal posición? Creo que la respuesta a esta pregunta no puede separarse de otra interrogante no menos importante: quién puede hacer realidad el proyecto de reformas económicas y fiscales enunciado por Catalá?

Sería ocioso esperar que lo que Catalá muy diplomáticamente llama la 'clase empresarial poco emprendedora' puertorriqueña se haga cargo de tal proyecto de reconstrucción económica. Esa es la clase que rompió la promesa de 1947 a la que Catalá hace referencia y que la ha seguido renegando desde entonces. Es una clase empresarial parasitaria que ha carecido y carece de proyecto productivo propio. Se ubica en el comercio, la construcción, la banca y los servicios al capital externo. Su rol en la exportación es nulo. Jamás ha intentado que las actividades del capital externo se traduzcan en la reinversión de ganancias y la creación de una base productiva no dependiente de ese capital. De esta clase y de sus partidos no hay nada que esperar. El programa formulado por Catalá depende del surgimiento de un proyecto político que promueva el creciente autoreconocimiento del pueblo trabajador como agente social que necesita y puede transformar al país. En el pasado reciente, algunos compañeros y compañeras hemos intentado combinar un programa económico y social muy cercano al formulado por Catalá con la idea de la necesaria organización política independiente del pueblo trabajador: sin la segunda, el primero no dejará de ser una propuesta tan correcta como marginada. Para eso los independentistas tenemos que estar dispuestos a asumir una saludable actitud 'experimentalista': tenemos que experimentar con nuevas formas de organización. Tenemos que invitar a ese pueblo trabajador a experimentar con la creación de organizaciones que no se definan según el status, no para ignorar el problema, sino para abordarlo desde nuevas perspectivas, a partir de la experiencia práctica de la lucha por los cambios propuestos por Catalá, entre otros.

Desde esa perspectiva, también habría que considerar con más cuidado el concepto de planificación propuesto por Tugwell. Tugwell favorecía la idea de un 'cuarto poder' además del legislativo, ejecutivo y judicial. Ese cuarto poder estaría compuesto por organismos de planificación integrados por expertos, 'libres' de la interferencia de políticos y de los vaivenes de la política partidista. Pero con todas las críticas que se puedan hacer a las segundas, la alternativa propuesta por Tugwell no deja de ser una solución elitista a los males del capitalismo. Si no queremos tener que escoger entre el dominio del capital, por un lado, y de una tecnocracia, por otro, tenemos que idear formas y mecanismos de planificación democrática. Los expertos sin duda tendrán un rol importante en la elaboración de modelos, proyecciones y propuestas alternas que, por otro lado, deben estar sujetos al debate y adopción por organismos electos democráticamente.

Por último habría que preguntarse: Qué alcance debe tener esa planificación? En cuanto a esto, Catalá nos recuerda que Tugwell y sus colaboradores se consideraban 'experimentalistas' en el sentido de que, con actitud pragmática y antidogmática, estaban dispuestos a explorar procedimientos proscritos por las doctrinas ortodoxas o neoclásicas de su época (las neoliberales de la nuestra). A diferencia de otros New Dealers, Tugwell pensaba que ya no era posible regresar al capitalismo de libre competencia: había que reconocer la mayor eficiencia de las grandes empresas y de la producción colectiva en gran escala. Había que regular y dirigir esa producción para evitar la explotación del consumidor y del trabajador. Pero ese 'experimentalismo' tenía un límite: estaba dispuesto a regular y reglamentar el capitalismo, pero no a poner en entredicho sus instituciones y mecanismos fundamentales. En eso Tugwell, Wallace y los más radicales New Dealers fueron tan dogmáticos como sus oponentes conservadores. Como planteaba el economista Ernest Mandel, fallecido en 1995, todo debate sobre la intervención del Estado en la economía debe contestar la pregunta: en caso de conflicto sobre qué y cómo se debe producir prevalecerá la decisión del capital privado o de las agencias de planificación? En el primer caso nos encontramos en el terreno del capitalismo, cuyas consecuencias no dejarán de manifestarse. Tugwell, como indica Catalá, se sintió frustrado por el abandono y la distorsión de sus planes y proyectos: ello se debió a que confió demasiado, no tanto en la 'racionalidad humana' como sugiere Catalá, sino en la capacidad del capitalismo para reformarse. Un 'experimentalismo' consecuente tiene que estar dispuesto a preguntarse si el capitalismo es compatible con una planificación comprometida con el bienestar social y la protección ambiental.

Tugwell aspiraba a una sociedad en que 'los incentivos tradicionales, la esperanza de hacer dinero y el temor de perderlo, se debilitarán; y cierto tipo de lealtad y fervor en el servicio civil tendrá que crecer…' Pero acaso no depende el debilitamiento de ese incentivo del surgimiento de una economía en que la satisfacción de las necesidades fundamentales esté cada vez más garantizada, es decir, esté cada vez menos sujeta al dinero que se tiene en el bolsillo y en que el fervor por el servicio civil crecen en la medida que se le ve como fundamento de las garantías que se disfrutan? Y no es esto lo opuesto de la lógica del capitalismo que transforma todo producto y servicio en mercancía, el acceso a los cuales depende del dinero, y que cultiva la inseguridad del asalariado como medio de disciplinarlo y someterlo al capital?

En un pasaje elocuente, Catalá describe las contradicciones entre las aspiraciones del proyecto inicial del PPD y las consecuencias de su política económica a partir de 1947: 'El esfuerzo del rescate arqueológico del pasado coexistía con un proceso industrializador y urbanístico indiferente a la historia y al ambiente; las películas educativas sobre el valor de la solidaridad en comunidades en desaparición contrastaban con el culto al individualismo en las nuevas urbanizaciones; la autogestión representadaen el programa comunal de ayuda mutua y esfuerzo propio se cancelaba con la proliferación del clientelismo y la dependencia; la aspiración a una sana civilización sucumbía ante el desempleo, la marginación y la criminalidad; el sueño del desarrollo integral de la sociedad puertorriqueña se desvanecía con el incrementalismo económico en función del fomento a un enclave manufacturero cuyo excedente escapaba hacia el exterior'. Pero acaso podemos cultivar el respeto por el legado apreciable del pasado, por el paisaje y por el ambiente, o la solidaridad, o la autogestión y la ayuda mutua, o el desarrollo integral, dentro de los límites de una economía regida por la competencia, la acumulación de riqueza privada, la obtención de ganancia a corto plazo y la oposición entre poseedores y desposeídos?

Catalá reproduce la conocida definición de desarrollo sostenible formulada en el llamado informe Brundtland: 'desarrollo que cumple con las necesidades del presente sin comprometer la habilidad de las futuras generaciones para cumplir con las suyas'. Será posible respetar esos límites dentro de un sistema cuyas reglas le imponen un constante aumento de la producción y del consumo de los materiales que el planeta pone a nuestro alcance? A diferencia del experimentalismo tecnocrático de Tugwell, que a pesar de sus méritos innegables, no iba más allá del capitalismo, un experimentalismo de los desposeídos debe estar dispuesto a formular estas preguntas y a contestarlas sin atenerse a ningún dogma o prejuicio.

*El autor es profesor universitario. Tomado de 80 Grados.