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Una guerra social (in)visible

Durante las últimas decadas ha habido en Puerto Rico un aumento impresionante en los asesinatos, particularmente de jóvenes. Sin embargo, este fenómeno de violencia social no ha logrado articularse como un problema político; por el contrario, parece haberse naturalizado e invisibilizado. En un articulo de Gloria Ruiz Kuilan publicado en La Revista de El Nuevo Día del 25 de octubre de 2009, la periodista plantea que las estadísticas de la policía revelan que desde el 2000 hasta mayo de 2009, unos 310 menores de 18 años fueron asesinados. Señala, además, que según esas mismas estadísticas, de 1990 a junio de 2009 fueron asesinadas 15,717 personas, mayormente hombres jóvenes menores de 30 años de edad. Esta cifra es mayor que la población estimada por el censo federal para el municipio de Maunabo en 2008, que era de 12,668 personas. Más aún, afirma la periodista, para octubre de 2009 ya se había superado la cifra de asesinatos de menores de edad de todo el año 2008. Los informes policíacos indican que en el 2008 hubo 25 menores asesinados y ya para el 9 de octubre del 2008 esa cifra alcanzaba 28 menores asesinados. Finalmente, Kuilan destaca que en la decada del 90, la primera causa de muerte entre los jóvenes de 10 a 29 años fue el asesinato. Valdría la pena comparar estas cifras con las muertes en combate de los soldados estadounidenses en Afganistán e Irak para tener más clara la magnitud de este fenómeno que puede caracterizarse como una 'guerra social' que ha producido una matanza de civiles de proporciones alarmantes.

De 2008 al presente la situación que describe Kuilan ha empeorado y nuestra impotencia frente a este terrible problema también. En el año 2010 fueron asesinadas 984 personas y en el 2011 el número de asesinatos alcanzó la cifra récord de 1,136. En el 2012 fueron asesinadas 1,004 personas siendo este el segundo año de mayor número de asesinatos en Puerto Rico. (Ver: El Vocero, 14 de enero de 2013.) Hasta la primera semana de agosto de este año habían ocurrido 544 asesinatos. La mayoría de estos asesinatos están estrechamente vinculados al narcotráfico.

El 14 de diciembre de 2012, se produjo un asesinato brutal que conmovió al país. La víctima de este asesinato fue el publicista de 35 años José Enrique Gómez Saladín. Su muerte, igual que otras que se han dado recientemente, visibilizó momentáneamente la gravedad de la situación. No obstante, la mayoría de los asesinatos, que son de jóvenes de barriadas pobres o caseríos, quedan invisibilizados o llegan al punto de la normalización, y con ella, poco o ningún cuestionamiento sobre sus causas, implicaciones y la tragedia misma. Esta invisibilización facilita precisamente el no ver, ni enterarnos del problema. Excepto que cada día esta violencia social, al desbordarse de sus territorios a los que podríamos llamar 'tradicionales', toca a otros sectores cada vez más amplios de la sociedad. Así, por ejemplo, el asesinato del joven Stephano Cornelis Steenbakkers Betancourt, hijo de un hombre holandés, provocó una discusión en las redes sociales sobre la conmoción y atención que recibió el suceso vis a vis la cantidad de asesinatos diarios en otros sectores sociales. En uno u otro caso, esta violencia social es, sin dudas, uno de los problemas más graves que enfrenta el país. Se trata de un problema que pone en entredicho varios aspectos socio-económicos estructurales fundamentales y sus aristas.

Es un escándalo que Puerto Rico tenga una de las tasas de asesinatos más altas del mundo, incluyendo la ciudad de Nueva York y otras grandes capitales del mundo, y que el hecho provoque poca o ninguna atención de rigor. El silencio y la indiferencia ante este fenómeno me parece análogo al que se da ante lo que Bernard-Henri Levy llama las 'guerras olvidadas' en Burundi, el Congo, Angola, Sierra Leona, Sudán, Sri Lanka, y otros lugares. Son estas 'guerras sin salida, sin objetivos ideológicos claros y sin memoria, a pesar de que duran años'; guerras que a nadie parecen importarles, guerras silenciadas. Tanto en nuestra 'guerra social' como en las guerras olvidadas parecería que la indiferencia y el silencio se traducen en una estrategia de dejar que 'otros' se maten entre sí, lo que implica un alejamiento del otro y cierta condonación a los asesinatos. En nuestro caso, se trata de dejar que se liquiden los 'otros' en tanto sujetos criminalizados, mientras que en las guerras olvidadas de Levy se trata de que se maten los 'otros' en tanto parias de la tierra.

En Puerto Rico no estamos ante una forma de violencia cuyo objetivo es matar a una parte de la población para subordinar políticamente a la totalidad restante de la población, aunque el efecto directo sea el control de la población restante a partir del miedo a 'la criminalidad' o el control de esta; ni estamos frente a un proceso que persigue erradicar a un grupo étnico de su territorio, es decir, una limpieza étnica. Tampoco se puede plantear que es el Estado quien organiza este proceso de violencia (aunque ciertamente hay una complicidad con este proceso) como ocurre en otros procesos de violencia de masa. Y sin embargo, no por eso el fenómeno dejaría de ser uno político o al menos de lo político. Como señala Pilar Calveiro, las redes de narcotráfico se presentan equivocadamente como actividades criminales privadas: 'me refiero a la relación que existe entre las organizaciones criminales y las corporaciones policial y militar, las corporaciones políticas y las económicas, principalmente los bancos que se dedican al lavado de fondos. Estas manifestaciones son público-privadas ya que articulan circuitos legales e ilegales'. Calveiro añade que, las violencias vinculadas al narcotráfico 'tienen objetivos económicos y políticos y por eso deben ser pensadas y resistidas políticamente'.

El asesinato de miles de jóvenes —sobre 15,000— constituye una guerra social (in)visible, que opera como una 'limpieza social' de sectores socialmente excluidos o 'desechables' en el país. Se trata de una suerte de un nuevo tipo de conflicto social, de una suerte de auto-purga social, que produce cadáveres indiferenciados, cuerpos de personas cuyos nombres no conocemos o recordamos, cuerpos de una población excedente que se asume con demasiada frecuencia como una excrecencia social. Esta guerra está estrechamente vinculada al narcotráfico, particularmente, al control por parte de distintas pandillas de los puntos de venta y distribución de drogas.

En un comienzo, la guerra por el control de los puntos estuvo más o menos fijada a ciertas áreas y a las personas directamente involucradas al tráfico de drogas. Esto facilitó la indiferencia de parte de los sectores medios y profesionales, las clases privilegiadas y del propio Estado. 'Si no estás metido en traqueteos de droga no tienes de qué preocuparte'; 'Deja que se maten entre ellos que son animales'; 'Eso no es conmigo es entre los narcos'; 'Si lo mataron algo habrá hecho', y de este modo, se estableció claramente una frontera entre 'nosotros', los 'ciudadanos decentes' ajenos a esa guerra y 'ellos', los que se estaban matando entre sí. Pero a medida que el tráfico de drogas se convirtió en uno de los pilares claves de la economía isleña y atravesaba transversalmente todos los sectores sociales del país, la guerra social se expandió más allá de los puntos de drogas, sus códigos cobraban mayor opacidad y sus efectos comenzaron a afectar más y más a los sectores que nos podíamos sentir inmunes a ella. Entonces comenzaron los reclamos de 'seguridad' por parte de los 'ciudadanos decentes', que finalmente nos dimos por enterados de esta guerra, pero solo cuando unos de los 'nuestros' era víctima de la violencia social. En el proceso, además, privatizamos nuestra seguridad y nuestros espacios, intentando resguardarnos de 'la ola criminal', pero sin exigir o esperar mucho de las autoridades respecto a las causas y formas en que esta violencia se ha asumido.

Mientras tanto, la guerra social continuaba su onda expansiva con la complicidad del Estado, de los medios de comunicación y de la llamada 'sociedad civil'. Todo esto, por supuesto, sin mencionar las relaciones estructurales entre el narcotráfico, la economía, y la sociedad de consumo, que en los últimos tiempos se ha sostenido en buena medida por las transferencias federales y el efecto multiplicador que genera la industria del tráfico de drogas, incluyendo de manera destacada el lavado de dinero que involucra a la banca y muchos negocios de 'ciudadanos decentes'.

Vale destacarse la representación que construye este fenómeno de violencia social como un problema de 'criminalidad', que debe ser atendido eliminando el derecho a la fianza, aumentando las sentencias de cárcel, imponiendo la pena de muerte, implantando toques de queda y con otras medidas represivas que se resumen en la noción de 'Mano dura contra el crimen'. Esta estrategia, claramente, ha fracasado estrepitosamente. Como ha dicho Fernando Picó:

Ha sido la lucha misma contra la criminalidad la que ha infectado a este país. En esa lucha han sido nefastos los policías corruptos, los tribunales perezosos e indiferentes, los legisladores caprichosos, los líderes cívicos histéricos, los programas inadecuados de atención a los drogadictos, las cárceles hacinadas y carentes de servicios, la prensa sensacionalista, los religiosos represivos, los abogados pusilánimes, y la ciudadanía abúlica. Ante estas violaciones de la dignidad humana, la retórica de la mano dura ha sido condescendiente. Por eso la confianza de los puertorriqueños en los tribunales, las leyes, los agentes del orden público y los legisladores está por el piso. Todo el mundo conoce a alguien que está preso injustamente. Nadie quiere ser testigo de nada, porque acaba siendo chantajeado por la propia policía. Como no se confía en la justicia del estado, prevalecen la venganza y los ajustes de cuentas personales. No es porque no ha habido mano dura contra el crimen que agobia hoy la violencia, sino porque lo único que ha habido en los últimos quince años ha sido la mano dura.

El discurso de la 'mano dura' ha coexistido con la representación construida por ciertos elementos religiosos fundamentalistas de esta violencia social como un problema 'moral'. Se trata, afirma este discurso, de un problema del 'mal' encarnado por 'monstruos', 'demonios', gente 'mala' que deben ser condenados como productos malsanos de esta sociedad 'materialista' (sic). Más aún, hay otra modalidad de moralismo discursivo que reduce esta violencia social al problema del colonialismo, particularmente, a la enajenación y la degradación moral que este produce entre amplios sectores puertorriqueños. En este discurso, el colonialismo opera como una enfermedad cuyos síntomas se manifiestan en la violencia social que se desata en el país. Estos discursos contra la criminalidad han articulado —junto a la cobertura espectacularizada de los medios que banaliza, vía la fascinación macabra de la violencia social— las representaciones dominantes de esta violencia social en Puerto Rico.

Ante esta situación, cabe preguntarse, por qué esta guerra social no produce una respuesta política, ni siguiera una discusión como la que se da frente a otros problemas políticos, económicos y sociales del país. Por qué este fenómeno no logra 'elevarse' a la categoría de lo político? Por qué el asesinato de más de 1,000 personas en un año, en su inmensa mayoría jóvenes procedentes de barriadas, caseríos y de los sectores más pobres del país lo que parece provocar es una indiferencia cómplice de nuestra sociedad y del Estado, denuncias moralizantes o espectáculo morboso? Por qué estos asesinatos no se consideran como un asunto que tiene que reconocerse y tratarse como un problema político? Será que es muy difícil entramarlo como un relato consensual? Es decir, una narrativa que privilegia un relato moralizante, en el cual los 'buenos' y los 'malos', las víctimas y los victimarios, el 'nosotros' y el 'ellos' están clara y fácilmente delimitados. Será qué los asesinatos de jóvenes en los puntos de drogas están demasiado contaminados de complejidades; y las fronteras entre los buenos y los malos, las víctimas y los victimarios y el 'nosotros' y el 'ellos' no son tan claras o fácilmente discernibles?

Mi pregunta apunta a la jerarquía que tienen ciertos asuntos que se elevan a 'cuestiones políticas' y son hipervisibilizados hasta la saturación por los partidos, los medios, la 'sociedad civil', la intelectualidad, etc. (habrá que nombrar cuáles son?) mientras otros son invisibilizados y silenciados de 'lo político'. Qué se hipervisibiliza y qué se invisibiliza y por qué? Este asunto, entre otras cosas, tiene que ver con lo que pasa por discusión pública en Puerto Rico. Y claro, también, con la sobre-representación discursiva de ciertos sectores en esa esfera de la discusión pública y en la determinación de qué es 'lo político'.

El problema entonces es que esta 'guerra social' no se reconoce como un conflicto social que implica un desafío ético-político. Es cierto que la gente no se moviliza en contra de problemas genéricos (no creo que este sea un problema genérico, lo he caracterizado como un tipo de 'guerra social'). Pero los males sociales se articulan como problemas políticos: el desempleo, la educación, la salud, el medioambiente, el racismo, etc. La pregunta es, por qué esta guerra social no logra articularse como un problema político? Cómo se articula o construye 'lo político'? Por quiénes? Para qué? Son algunas de las interrogantes que me plantean la invisibilidad de esta guerra social.

La guerra social no solo se invisibiliza, en tanto tal, sino que deviene en un fenómeno que no se considera 'político' como tal. Por un lado, vale recordar que en Puerto Rico en gran medida lo político sigue siendo aquello que tiene que ver con el 'status' de la isla. Según Francoise Gaillard, 'estar excluido es estar fuera del campo de visibilidad. Propongo, siguiendo este señalamiento, que el paradigma tradicional de la política puertorriqueña, el 'status', que se basa en la noción de 'consenso nacional', no solo excluye, sino que invisibiliza 'lo social' que no por pura coincidencia ha desaparecido o se ha marginado del discurso político del país. La 'cuestión nacional', que se reduce a la cuestión del 'status', ha invisibilizado o subsumido lo que se conocía como 'la cuestión social', que remite al problema de la desigualdad social y económica y todos los procesos vinculados a esto en el capitalismo contemporáneo, incluyendo la violencia de la guerra social que acontece en la isla. En tal sentido, esta guerra es un fenómeno 'político' solo para aquellos que la consideran como un producto directo del colonialismo, es decir, los que postulan que la causa de este problema es la colonia. Esta concepción de 'lo político' resulta ser profundamente problemática por lo reduccionista de ella y por todo lo que excluye de lo propiamente político. Esto es, todo un universo de conflictos y antagonismo que no se reducen ni subsumen a la política del status, ni al moralismo que pretende pasar por discurso político. De este modo, no solo invisibiliza, sino que despolitiza los conflictos sociales, como la guerra social que se produce a partir del narcotráfico. Pero mientras el uso y distribución de las drogas siga criminalizado y el narcotráfico sea la forma más eficaz de movilidad social de jóvenes sin futuro ni lugar en una sociedad capitalista cada vez más marcada por la desigualdad social y económica, la guerra social continuará. El reto es transformar esta 'guerra' en un conflicto político en torno al cual se puedan negociar soluciones políticas, comenzando con la descriminalización de las drogas y con la implementación de políticas de igualdad económica y justicia social. Este sería un primer paso para enfrentar la tanatopolítica que impera en la contemporaneidad.

*El autor es es profesor de Historia de la Universidad de Puerto Rico. Este ensayo es parte del libro titulado Después de la posmodernidad: intervenciones incidentales, que será publicado próximamente. Versión con anotaciones en 80 Grados.