Encrucijada compleja
¿Seremos capaces de lograr acuerdos básicos en nuestra sociedad, hoy, mañana o de aquí a algunos breves años? Me refiero a acuerdos que generen contextos socio culturales más o menos respetados por todos, con sus adecuados arreglos económico-legales y que sean resistentes a los intentos frívolos de modificarlos algún tiempo más tarde. La misma preocupación podría plantearse de la siguiente forma: ¿se podrá lograr que los recursos que tiene Puerto Rico se pongan a la disposición de un proyecto colectivo en el que se tenga como norte la convivencia justa y pacífica? Pero alguno podría alegar que este tono es un tanto grandilocuente para nuestra epoca. ¿No pierde de vista la urgencia con que este asunto debe tratarse? Peor, expresada de este modo la interrogante pudiera sugerir que las sociedades humanas inevitablemente culminan con experiencias felices y que a fin de cuentas se trata de un asunto de coordinar voluntades transparentes. Y no es así. Como tampoco se trata de que nos engañemos pensando que con desear lo que supuestamente necesita el país ya estamos automáticamente desplazándonos en la dirección adecuada.
Quizás sea más propio plantear nuestra preocupación de otra manera. Podríamos pasar hoy mismo de ser lo que somos, gente caracterizada por grandes desacuerdos, que aunque supuestamente habla los mismos idiomas no se comprende mutuamente del todo, a una comunidad que pudiera ponerse de acuerdo sobre los asuntos medulares que tienen que atenderse ya, no tras la próxima contienda electoral? Pero no se nos habrá hecho tarde a nosotros los puertorriqueños, quienes, por no haber podido tomar decisiones sobre asuntos claves en el momento en que eran posibles, no conoceremos otro destino que el de vivir en medio de múltiples incertidumbres?
Estas interrogantes no deberían perderse de vista a la hora de expresarnos, como lo hacemos tan a menudo, sobre el destino que confrontamos los 3.7 millones de personas que habitamos las islas de Puerto Rico en estos tiempos, junto a los otros millones que van y vienen cuando quieren y pueden, y que, independientemente de lo que hablan, sienten que es a este paisaje caribeño al que pertenecen.
Por qué no argumentar que no, que no será posible alcanzar tales acuerdos porque, entre otras razones, no sabremos definir lo que significa una necesaria mayoría en tal contexto y mucho menos dar con ella posteriormente, más convencerla sobre la necesidad de llevar a cabo los cambios que piden estos tiempos que en Puerto Rico, después de tanto paternalismo gubernamental, se nos presentan desprovistos de los supuestos recursos económicos a los que nos acostumbramos durante décadas? Acaso no es evidente que siempre habrá sectores que se resistirán y harán todo lo que se les permita -y no se les permita- por socavar aun las propuestas que creamos más generosas, aquellas que supuestamente amplían derechos y reconocen reivindicaciones que le ponen fin a tradiciones de abuso y esquemas de explotación? No habrá entrado Puerto Rico en algún tipo de ciclo histórico en el que se hacen imposibles unos acuerdos mínimos que permitan atender adecuadamente los muy serios retos que confrontamos?
Llama la atención que la inmensa mayoría de las personas que participan en nuestra vida pública, aquellas y aquellos que intentan desempeñarse responsablemente en tal escenario, o se expresan con frecuencia sobre la dinámica social que vivimos, dan a entender que alcanzar los acuerdos que necesitamos sí es posible. Así lo reflejan sus propuestas, su dedicación, todo lo que llevan a cabo por granjearse el respaldo de la ciudadanía para la causa con la que se identifican. No ponen en duda que eventualmente habrán de ser parte de una mayoría sustancial que respaldará, convencida, su perspectiva. Pero mayoría sustancial de quiénes y de dónde?
Mientras tanto, en las últimas décadas se ha ido desarrollando entre nosotros, como en otras partes del mundo, la conciencia de que esta llamada democracia de nuestros días es un ejercicio inútil y que una auténtica participación democrática solo se puede experimentar local o comunitariamente. Desde esta perspectiva no se tendría por qué aspirar a convencer a la mayoría del país de la necesidad de ciertos cambios específicos, pero no porque se pueda engañar a la gente, sino porque a partir del respaldo de aquellas y aquellos comprometidos con las causas más específicas que defienden y en ejercicios democráticos de base, con tenacidad se pueden desarrollar estrategias que lleven a ceder a quienes se hayan resistido u opuesto, independientemente de lo que ocurra en el contexto más amplio de la sociedad. Estos y estas han aprendido a actuar como si ese contexto apenas tuviera importancia para los cambios locales por los que luchan.
Sin embargo, hay quienes ven cierta continuidad entre lo uno y lo otro y rechazan que una democracia plena se pueda vivir exclusivamente en la comunidad cercana. Creen que es tan importante fomentar la llamada participación directa en asuntos inmediatos como auspiciar procesos democratizadores a nivel nacional si se pretende alcanzar una transformación que incida en las dimensiones más importantes de la vida.
Pero entre los que están involucrados en proyectos locales se encuentran algunos que no creen que en estos tiempos se puedan alcanzar tales transformaciones amplias y sostienen que cuando supuestamente se logran, a la postre siempre suponen un retroceso. Estos van aún más lejos y plantean que cuando se vinculan reivindicaciones locales con reclamos más ambiciosos se echan a perder los primeros.
Cualquier análisis que se intente sobre lo que ha sido nuestra vida pública en las últimas décadas nos conduce pronto a celebrar logros en el campo de iniciativas comunitarias o locales y a rechazar como estéril lo vinculado al escenario nacional, tan impropia e irónicamente partidista y por ello pretensioso en su interés por asumir y agotar el quehacer político. Lo político es mucho más que la política, según se ha escrito varias veces entre nosotros.
Las luchas sociales
Los logros de Casa Pueblo en beneficio de nuestras lastimadas tierras y la persistencia de tantas comunidades a través de nuestra geografía, como la recientísima lucha de un sector de nuestra población dirigida a terminar con el discrimen por orientación sexual e identidad de género, y naturalmente Vieques y la resistencia pacífica que condujo a la salida de la Marina, son, entre otros, ejemplos de logros que deben enorgullecer a los puertorriqueños. Cada una de estas experiencias nos puede enseñar mucho.
Casa Pueblo ha manejado el rescate de nuestra flora apenas alzando la voz, pero con firmeza. De haber insistido en atravesar la isla con su tubo de gas, el pasado gobierno se hubiera tenido que enfrentar a una resistencia inspirada por el trabajo serio y consistente de Casa Pueblo que hubiera sido comparable a la de Vieques. Además, hay múltiples comunidades en Puerto Rico que reconocen con especificidad lo que buscan y hacia ello es que se dirigen con firmeza. Se han fortalecido al reconocer y superar lo peligroso que puede ser identificarse con acercamientos que trasciendan su objetivo fundamental. Conocen las tentaciones partidistas a las que se exponen y hacen lo posible por valerse exclusivamente de recursos internos. Al lograr su cometido impactan con su ejemplo múltiples reivindicaciones similares.
Apenas se ha celebrado la importancia del logro de quienes impulsaron las leyes dirigidas a acabar con la discriminación por orientación sexual e identidad de género. Como si se hubiera planificado, su aprobación coincidió con la campaña que se desarrolló –protagonizada por los mismos grupos- para que se eliminara uno de los programas más exitosos, y más homofóbicos, en la historia de la televisión boricua. La agenda gay, tan importante para nuestra convivencia, no se hubiera podido adelantar tanto de haber continuado dependiendo de su tímida inclusión en el programa de alguna organización partidista.
La experiencia de Vieques, la más conocida de todas, no puede perderse de vista, tanto por lo que alcanzó como por los problemas que plantea. Tuvo el respaldo de su comunidad, aunque no unánimemente. En sus comienzos apenas contó con la simpatía del sector independentista. Luego tuvo un apoyo fundamental de todos los sectores puertorriqueños, de políticos y políticas de todos los colores y eventualmente de personalidades de fuera de nuestro país. Pero qué ha ocurrido en Vieques desde que la Marina fue expulsada de allí hace diez años? Bajo ninguna circunstancia el incuestionable logro de haberla sacado debe ensombrecerse por la incapacidad que hemos mostrado para invertir tiempo y dinero allí, pero a dónde fueron a parar tantos proyectos esperanzadores? Si los federales no han cumplido, tampoco lo hemos hecho los puertorriqueños. Vieques debe recordarnos cuan complicado es construir.
Pero si en Vieques aparentemente no está ocurriendo lo que se esperaba, tendrá esto que ver con que fue absorbido por esas dinámicas extra comunitarias de las que algunos y algunas desconfían tanto? Irónicamente, al traer a colación a Vieques como ejemplo de lo que el país podría hacer unido, no solo se obvia el trabajo que no se ha hecho allí, sino que se revela cómo los defensores de las grandes agendas reparan muy poco en los detalles de los que se debería partir. Por qué no nos dedicamos a fortalecer a Vieques con los recursos que tenemos, de modo que mostremos lo que podríamos hacer con Puerto Rico, en vez de esperar otra vez por la ayuda de los estadounidenses? Pero estamos seguros de que debemos traer a colación a Vieques como un ejemplo de lo que los puertorriqueños podríamos hacer cuando nos unimos?
De los primeros tres ejemplos se pueden deducir variadas maneras de concebir y articular la solidaridad que no requieren de ilusiones alimentadas por la ficción de que son posibles acuerdos sociales que hacen inmateriales las diferencias. Se trata de solidaridades que definen con claridad sus condiciones. Si generan unos acuerdos que resultan ser exitosos se debe a que sus persistentes integrantes no se llaman a engaño con respecto a las limitaciones de lo que se pretende vivir como comunitario. No suponen un acuerdo de matrimonio inquebrantable en una época de solterías convenientes, sino una solidaridad definida con especificidad. La solidaridad comunitaria puede alcanzar en su día aquello de que un pueblo unido jamás será vencido, pero no parte de allí sino que puede llegar hasta allí, si no es traicionada en el proceso por agendas que suponen una negación de sus principios fundamentalmente autogestores.
En torno a lo anterior se pueden adoptar por lo menos dos posiciones. Por un lado, se podría alegar que contentarse con acuerdos locales que no exigen atender, con el fin de superarlas, diferencias que imposibilitan desarrollar estrategias para transformar el país entero; es el resultado de la atomización que auspicia un orden económico específico que debe trascenderse. El ser humano se va haciendo a través de la historia y no tenemos que contentarnos con el modelo que nos ha provisto el llamado individualismo burgués. Este estaría destinado a ser superado por una concepción del ser humano de tono fundamentalmente colectivista. Por otro lado, se podría alegar que sociedades como la nuestra, para bien o para mal, se han insertado en dinámicas, resultado tanto del progreso material como de reivindicaciones y hasta teorizaciones, que ya no les permiten desarrollar proyectos de ordenamiento social en el que la utopía se define desde marcos discursivos totalizadores que pretenden partir de cero. La abundancia de diferencias que han ido aflorando harían ya imposible una convivencia que pretendiera redefinir los espacios de acción ya conquistados, aun cuando esto se haya logrado desde la precariedad que supuestamente genera un sistema que fomenta el individualismo y hasta el egoísmo.
Sea como fuera, los triunfos político-comunitarios en nuestro entorno puertorriqueño contrastan grandemente con el desierto de lo político partidista, ámbito en el que el asunto de los ideales y los grandes proyectos acaban subordinando todo lo demás. La retórica producida por el partidismo ha acaparado nuestra vida pública durante generaciones, sin que todavía se reconozca su posible obsolescencia. Esto no significa, sin embargo, que todos los partidos o movimientos políticos sean iguales. Algunos favorecen legislación, administración gubernamental y jurisprudencia que amplían derechos; otros que los restringen. Las diferencias en ocasiones pueden ser abismales; en otras ni se perciben.
Esto es parte del contexto en el que tenemos que hacerle frente a una situación que era previsible. Huelga decir que la deuda que tiene el país ha ido creciendo hasta un nivel insostenible. O, dicho de otra forma, cada vez tenemos menos recursos para vivir bien. El país se empobrece. Nuestras condiciones materiales de existencia se deterioran y la violencia que nos ha caracterizado siempre, se ha exacerbado. Se trata de situaciones que no tenemos por qué repasar porque de tanto repetirlas hemos acabado por trivializarlas. Es lo que ha ocurrido con la calificación de los bonos, que no deja de ser una forma de ver el asunto desde una perspectiva que no se puede despreciar. O lo que ocurriría si pretendiera insistir ahora en que más importante que los bonos es nuestra tradicional incapacidad para generar riqueza para nosotros.
Cómo evitar convertirnos en adustos moralistas en una encrucijada tanta veces predicha? En el país se debía de haber insistido mucho más en la complejidad de la situación económica y cuan necesario se hacía desarrollar estrategias materiales, no morales, que nos permitieran atender sus retos. Pero se prefiere la explicación siempre superficial que ofrece la tribu partidista a la que se pertenece. Ni aun sobre algo tan básico como la violencia y sus estragos hemos sido capaces de ponernos de acuerdo. No digamos nada sobre la educación, la salud y la transportación.
Es que nos hemos contentado con respuestas fáciles. La insistente recurrencia a la denuncia de la colonia, o a la ciudadanía de segunda clase, o a las limitaciones que tiene el país podría habernos hecho perezosos. Nos acostumbramos a unas fórmulas que no nos dicen nada, explicaciones que lo dejan todo para el futuro o que se refieren al presente como si este fuera tan distinto al pasado. Constituyen una simplificación de la realidad. Mediante ellas nos eximimos de convertirnos en lo que deseamos ser.
Tomando en cuenta el lugar y el tiempo en que le ha tocado al Puerto Rico de los últimos ciento cincuenta años desarrollarse, no es ocioso descartar que quizás hemos llegado a convertirnos en lo único que realmente podíamos haber llegado a ser y que no hemos tenido muchas alternativas. El país ha ido haciendo en tales condiciones lo que ha podido. Pero hubiéramos podido ser otra cosa? No se llega a ser lo que no se es y la libertad de la que se habla por ahí, no solo en la política, es un espejismo. Se ha querido acabar con una pobreza histórica que ha resultado ser más dura de lo que nuestros gobernantes, sus afiliaciones y los que hemos pretendido pensar el país, nos hemos imaginado.
Pero según nos han dicho historiadores e historiadoras, nuestra relación con el aparato gubernamental puertorriqueño, con ese Estado, concebido como redentor en algún momento y llamado a articular nuestras batallas en contra de la pobreza, ha sido siempre problemática. Cuando se hace referencia a las décadas de hegemonía populista para alegar lo contrario se pierde de vista que la intimidad era con el Partido Popular, su liderato carismático, pero sobre todo con sus comisarios, no con el Estado que eran unos edificios fríos en Santurce que apenas se visitaban y a los que si acaso se acudía era con una cartita del padrino. La oficina del alcalde, los hospitales y la oficina del o de la superintendente constituían propiamente el gobierno y allí se sabía quién mandaba. Así había sido antes de los cuarenta y así sería también después del sesenta y ocho. Aun los movimientos y partidos que no han pisado Fortaleza funcionan bajo los mismos esquemas de compadrazgo. Quizás por nuestro tamaño, o nuestras herencias culturales, no hemos conocido más que este limitadísimo modelo de gestión gubernamental y de él es que hemos pretendido valernos para superar la pobreza.
Irónicamente, ese Estado, sobre todo cuando es administrado por el otro partido, no ha sido concebido precisamente como amigo por aquellas y aquellos que dependen de él. Sin embargo, nunca hemos tenido muy claro en qué consiste, qué está llamado a hacer, de dónde vienen sus recursos y cómo es que debemos relacionarnos con él, si podrá resolver nuestros problemas o si contribuirá a empeorarlos. Las campañas educativas que nos hubieran llevado a entenderlo siempre han sido socavadas por el que espera ganar las próximas elecciones. Y muy pocos le conceden que las contribuciones e impuestos que se pagan podrían contribuir a mejorar la convivencia, perdiendo de vista que en aquellas sociedades en las que más impuestos se pagan es donde mejor se vive.
A fin de cuentas, no se nos habrá hecho tarde para ponernos de acuerdo sobre asuntos básicos como lo sería la transformación de nuestra necesariamente reconcebida relación con un también repensado Estado ágil? No me refiero a la reestructuración de una oficina aquí y otra allá. Me refiero a una visión articulada del país, liviana, no como la que sugería Albizu cuando, por otro lado, justamente indignado reclamaba organización, valor y sacrificio. Los tiempos para hacer un llamado similar pasaron. Si ya en Albizu tenía problemáticos tonos autoritarios, hoy quienes lo sugieren acaban revelando mucho más que mal gusto. El mismo Hostos, algunas décadas antes, se debía de haber percatado de que había llegado tarde a organizarnos el país. Podía continuar ejerciendo su apostolado en la República Dominicana, pero no en aquel Puerto Rico que dividirían por la mitad Luis Muñoz Rivera y José Barbosa. Estos, mucho menos atentos a anacrónicas evocaciones dramáticas, se sentían como peces en el agua en la política liberal made in USA que se instalaba.
La gestión pública puertorriqueña que entonces se inauguró entre nosotros y que la mayoría de las veces se ha dirigido, bienintencionadamente, a terminar con la pobreza, tuvo su época dorada, pero hoy se podría decir que hemos vuelto a donde comenzamos. Es muy posible que ella vuelva a carecer, muy seriamente, de recursos. Aun así aquellos que han optado por el trabajo comunitario y la gestión local, no tropezarán con mayores escollos si se mantienen firmes en la consolidación de sus autonomías vecinales. Pero en términos generales, tenemos que prepararnos para una cohabitación aún más precaria que la que hemos conocido hasta ahora. Será una especie de retroceso a la época en que en las calles de los pueblos había sobreabundancia de fango. Habrá que ver si esta vez podremos levantarnos por nuestra cuenta.
*El autor es un exsecretario de Educación. Tomado de 80 Grados.