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El reto de convencer al otro

Por Vivian Mattei Colón/Convencer a otros para que hagan nuestra voluntad es la esencia de nuestras relaciones interpersonales. Desde que alcanzamos la conciencia de que necesitamos del otro, comenzamos una experimentación continua por encontrar las estrategias ideales para lograr lo que queremos. Manipulamos a la familia desde la cuna para que nos añoñen y de ahí en adelante, unos más que otros, vamos practicando tácticas que nos ayudarán a alcanzar con éxito nuestras metas.

Los que logran ser expertos en persuasión, tienen el éxito ganado. Son los que de chiquitos se salen con la suya, ya sea en la casa o en la escuela. De adolescentes, son los jodedores por excelencia; siempre consiguen el permiso de papi y mami, con beneficios marginales como la llave del auto o chavos para disfrutar. Y así vamos por la vida, pensando que nos merecemos que los demás nos sigan, porque, después de todo, cada cual se siente el centro de su particular universo.

El problema surge cuando nos damos cuenta que, como decía Alberto Cortez, somos los demás de los demás. Entonces comienza el conflicto de poder ver quien convence al otro. La mayoría de las veces, tal vez como mecanismo de defensa, buscamos la compañía de personas que piensan igual a nosotros para vivir con la ilusión de que los tenemos convencidos.

El maestro trata de persuadir al alumno de la necesidad de aprender, pero el sistema convence al joven de que la escuela es para competir por tener. En una cultura donde los medios de comunicación comerciales prevalecen en el discurso socializante, se va convenciendo a una sociedad de que sólo el consumo le da valor al individuo. Y como no todos podemos consumir igual, luchamos por tener lo que nos haga sentir iguales a quienes nos convencen, a cualquier precio.

Vivimos en una lucha de clases solapada, donde no hay conciencia de grupo y donde muchos de los marginados y perjudicados, más que buscar solidaridad con el igual, aspiran a ser parte del opresor. El trillado discurso de los 'grandes intereses' que tanto estimuló cambios en los 70, ya parece una consigna anacrónica.

Muchos universitarios estudian porque aspiran ser parte de esos grandes intereses. El otro, el del poder, con su opulencia y modelaje consumista va socializando al aspirante a través de los medios para que lo siga, pero sólo lo usa y le obstaculiza alcanzarlo, y evita que se le convierta en competencia.

El Puerto Rico de hoy es uno fragmentado por la ignorancia y por el temor a perder lo que creemos tener. Nuestra sociedad es una polarizada por el discurso político y religioso, dos temas ideológicos que estimulan fuertes pasiones. Además, esos que tratan de convencernos que votemos por ellos han ido estimulando sigilosamente la sensación de que 'el otro' es una amenaza. En una cultura en la cual cada uno ve al otro como su enemigo, la solidaridad necesaria para provocar cambios significativos en un pueblo se hace imposible de lograr.

Lo interesante y triste de todo esto es que la mayoría piensa que tiene influencia en el otro pero no se da cuenta de la influencia que ese otro tiene en ella. Estamos tan convencidos que sólo nosotros tenemos la razón que nos aislamos de las posibilidades y la diversidad. Lo hacemos porque en el fondo tememos darnos cuenta que podemos estar equivocados. Eso nos hace vulnerables y quebranta ese vano orgullo que nuestra sociedad nos alimenta. Y si pensamos que el otro nos puede hacer daño, nos sometemos o nos violentamos. Esa es la génesis del fundamentalismo.

En el momento de presentar nuestras opiniones y propuestas, muchos caemos en la trampa de predicarle al coro, o sea, gratificarnos en arengar ante los que ya están convencidos y, por tanto, nos alaban. Eso nos hace sentir poderosos y crea el espejismo de que somos la mayoría. No deja de ser incómodo y hasta riesgoso presentar opiniones que provoquen controversia y oposición, sobre todo en momentos de tanta agresividad en nuestro país. Por lo tanto, nos resguardamos en medios y círculos sociales que nos hagan sentir correctos, aunque sea con una ética distorsionada por el poder que nos persuade.

Las redes sociales y otras plataformas de expresión en Internet permiten intercambios persuasivos nunca antes experimentados. Dan la opción de crear personalidades alternas donde escudarse para minimizar las laceraciones al ego que la crítica y la oposición puedan provocar. Pero también sirven de parapeto cuando atacamos al otro.

El nivel de insultos que vemos en intercambios de ideas en sitios como Twitter, de darse en persona culminarían seguramente en la agresión física. Un análisis del contenido de estos medios en temas usualmente controvertibles demuestra la hostilidad al enfrentar la oposición, desatando ataques personalistas, pero pocas veces intercambios sensatos de las ideas.

Parece irónico que en un país con tan buenos estrategas en publicidad, el ciudadano común aparente tener tan pocas destrezas persuasivas. Nos bombardean con mensajes masivos y caemos como moscas, pero cuando necesitamos estimular comportamientos dirigidos hacia un cambio social significativo, prevalece la propaganda intimidante, agresiva y personalista. Demonizamos al otro en vez de tratarlo de entender y aprender de sus argumentos.

El otro… pues hace lo mismo con nosotros. Nos convertimos a cada lado en temibles juzgadores que no perdonamos los errores o desvíos de lo que consideramos correcto. Y mientras tanto, el Otro todo poderoso, aquel de los grandes intereses, aquel que nos convenció de votar por él, se regocija de ver cómo no podemos unirnos solidarios para combatir su corrupción.

*La autora es Catedrática Auxiliar de la Universidad Interamericana de Ponce.